La Maldición de la Literatura
Por Liliana Díaz Mindurry
Ensayo (Huso, Madrid, 2017)
"Ningún escritor sabe adónde va, aunque planifique sus versos, sus capítulos. Aunque imagine con claridad qué quiere decir. En verdad, no lo sabe. Su universo de palabras ambiguas, su mentira consciente, sus traslaciones retóricas, lo llevan a un lugar desconocido. Ese desconocimiento es el motivo principal del arte, y especialmente de la literatura, manejada de palabras, es decir de órdenes falsos.
Lo reservado, lo que se guarda, pero otro que no es uno, aunque está dentro de uno lo dice como un vómito, aunque no sea un vómito. Esto implica que entra alguien que no es uno y habla por uno. Hasta la fantasía se vuelve volátil porque no se trata de fantasía. Es alguien lejano, encerrado, bajo celdas con llaves, lo que no es una fantasía, entra desde una puerta cerrada e interior. Entonces lo que es uno se empobrece, se vuelve irreal. La revelación no es sólo de palabras, sino de acciones, ninguna voluntaria, no hay voluntad, la voluntad es otra, no pertenece. El que sabe guarda lo lejano en sí, trata de callar la puerta cerrada porque sabe que puede aparecer esa revelación que no se quiere o se odia porque es ajena, extraña. Pero de una extrañeza hostil como la de una serpiente, una serpiente que no es ojos, ni manos, ni brazos, ni cabeza, pero permanece, revelación de serpiente, puerta cerrada de serpiente, voluntad de serpiente, interior de serpiente. O si se prefiere, el insecto que despierta en el Gregorio Samsa de Kafka.
También se trata de un salto. De un movimiento agazapado y del salto que presupone ese inconsciente revelado de súbito. Como tigre, león, pantera, gatos, escondidos, haciéndose los que duermen. Lobos, perros escondidos en el follaje, silencio redondo y perfecto. No parece que hubiera nada en ninguna parte, sólo la calma del viento, los rumores de siempre. Hay una detención del mundo. La mirada está en tensión extrema, en un embudo de aire. Nadie toma nota, puede haber un movimiento ínfimo, pero la presa de palabras no sabe que es presa. Nadie espera el salto. El salto puede ser una palabra repentina, una aparición de frase repentina. El salto puede ser un corte en la vida que no se entiende. Tampoco se entiende el salto. No hay nada que decir: el referente es un vacío que remite a otras palabras.
En el fondo la literatura es lo que no es nada. Lo que no es nada para nadie. Lo que es disonancia, pero la disonancia es nada. Es decir, anunciar, hacer saber, gritar el hueco. Es no decir, no hacer saber, no gritar lo que no es hueco, hueco del hueco, vacío del vacío. Es sentir el universo entero y bostezarlo, volverlo sin contenido. Y aunque exista el contenido, se simula el vaciamiento. Como si contenido y vaciamiento fueran diferentes. Y el simularlo, sea o no verdadera simulación, lo produce. Nunca se sabe si hay algo detrás porque la máscara es vacía.
Y es angustia ante el bien (sigo las categorías de Kierkegaard sobre lo demoníaco), porque todo bien es un orden y el caos es el deseo más íntimo. Y el pretendido bien, es otro bien o el único bien que se llama belleza, el Bien-Decir. Lo extraño salta involuntariamente, salta, se vacía. Al volverse bien y belleza surge la desesperación. Se desespera de lo que es esperanza. El dolor domina todas las cosas y cuando llega el bien, entonces, el dolor es agudo, imposible.
Claro que no se entiende. Eso es prácticamente la literatura y su forma extrema, la poesía: lo que no se entiende lo revela la propia ajenidad y salta repentino, vacío. La belleza pasa a ser una forma de lo infernal. Se revela el perro de adentro, lo que no se quiere revelar. El perro salta. Es un perro hecho de inexistencias. Cualquier forma de bien, de orden, lo lastima. O es que sabe que el orden es falso.
El ladrido está en la cabeza del que escribe. Lo quiera oír o no, el perro está y si se trata de literatura y no de una especie de simulación para el marketing, para el mercado que consume basura para no pensar, el perro domina la cabeza y las letras de quién escribe. Es un ladrido interminable que comienza como un ladrido y termina como un ladrido. Entre los dientes que arrancan la piel del que escribe está el ladrido.
El silencio está hecho de ladridos por saltar, involuntarios, vacíos de todo, angustiado por un mundo que no sea de perros.
El lector hace la catarsis. El lector ve todo ese exacerbado Mal-Decir y empieza a sentirse bendecido por la belleza nacida del sufrimiento. Ve su propio sufrimiento, puesto en palabras por otro. Entra en un desesperado solipsismo pero también sale de él. Ve que las palabras valen por su tiniebla, por lo que madura en la tiniebla, por lo que sugieren y por lo que esconden.
Entra en comunión con ese otro.
Se ha operado la transmutación. "