Para quién se escribe
Por Amilcar Bernal Calderón
La
asociación de ideas resultante de la coincidencia entre un libro de la
biblioteca rayado por un vándalo lector y el recuerdo de la imposible
lectura de la novela Ulises,
de don James Joyce, posibilitó que en esta madrugada de sábado insomne,
tratando de leer a don Julio Cortázar, me haya dado por escribir este
exabrupto, que seguramente no será publicado por nadie que respete los
monumentos y se incline ante los mitos que la inercia erige. Me refiero a
la inercia, porque estoy acostumbrado a que en el ámbito literario se
convierte en norma lo que cualquier crítico proclama, aunque el pobre se
haya equivocado o esté loquito o le hayan pagado (alguna editorial
necesitada de vender un ladrillo disfrazado de novela) para que afirme
lo que afirma. Agradezco recordar que al pobre gerundio le cayó la roya
desde cuando un crítico dijo que estaba mal usarlo en literatura, o el
caso del cuento chino de que en los cuentos es más valioso lo que se
oculta que lo que se dice, la teoría del iceberg, que sirvió para vender
muchas veces los tontos cuentos de don Ernest Heminway. Ojalá se
despierten los polemistas y la emprendan contra mí, lo que me hará
sentir vivo a pesar de lo mortuorio de mi edad.
Ya la semana pasada había abandonado la lectura de la novela El examen, también de don Julio, y me había quedado en la boca el regusto amargo del recuerdo de mis vanos intentos de leer Ulises, del irlandés de marras, amén de mis lecturas de Rayuela y Sesenta y dos, modelo para armar,
del recordado Cronopio, que en su momento, cuando era joven y soberbio,
me habían gustado. Nótese que ya anteriormente me había disgustado, en
los cuentos de Cortázar, esa fastidiosa y persistente utilización de la
coma donde debiera ir punto y coma o punto seguido, lo cual agradezco me
sea explicado, o sustentado literaria y sabiamente, por alguno de los
que se vayan lanza en ristre contra mis exabruptos. Pero también aclaro
que encuentro muy poética la prosa cortazariana, a pesar de los
problemas arriba citados, para mí, tanto que gozo mucho abriendo sus
citadas novelas en cualquier página y dejándome llevar por sus figuras,
sus imágenes, sin necesidad de enterarme del argumento de ellas.
Recomiendo la lectura del poemario Algunos pameos y otros prosemas,
de don Julio Cortázar (¡sí, también era poeta, sí, oh, sí!), que
publicó Plaza & Janés Editores, S.A. en el año 2000. Yo puedo
prestar el ejemplar que tengo, siempre y cuando quien me lo pida no sea
político, cura o militar.
Hoy estoy abandonando la lectura de la novela Divertimento, también de don Julio, a quien parece que se la monté, in memoriam,
porque la encuentro, igual que todas las anteriormente citadas, plagada
de palabras abstrusas, de citas en inglés y francés, crípticas
alusiones a pintores, literatos y músicos, amén de las incoherencias de
sus personajes que, a mí que tengo experiencia en esos viajes, me parece
que “se la fumaron verde”.
Cito,
para comenzar, el prólogo escrito por don José María Valverde para la
8.a edición de Ulises, editorial Bruguera, 1983, que dice así:
“La
mejor manera de leer Ulises sería zambullirse directamente en sus
páginas, dejándose llevar por el poderío musical y ambiental de su
palabra, y encomendando confiadamente sus oscuridades a la esperanza de una gradual familiarización con la obra. Sólo
para la relectura -esencial como en toda gran cima de la literatura
universal- sería ya plenamente lícito utilizar informaciones y
referencias externas. De hecho, lo relatado en Ulises es sencillísimo, y
aun vulgar: la dificultad del libro radica en que su autor, como gran poeta que es,
aunque en prosa, tiene una viva memoria verbal –incluso auditiva- y no
sólo incorpora las innumerables asociaciones lingüísticas que hay en su
mente –citas literarias, trozos de óperas, canciones, vocablos
extranjeros, chistes y juegos de palabras, términos teológicos y
científicos, etcétera- sino que supone que el lector debe tener el mismo
don de buena memoria –aparte de que, lo que ya es demasiado pedir, ha
de poseer su mismo archivo de recuerdos sonoros…”
Les
informo que este prólogo tiene una extensión de sesentaicinco páginas,
porque seguramente el prologuista se extendió tratando de convencer al
lector de que leyera la novela, a pesar de lo descorazonador (para los
lectores como yo, que ven la literatura como una fuente de diversión, no
de sabiduría) del comienzo del prólogo.
Ahora
bien, antier, cuando llegué al mostrador de la biblioteca donde
tramitan el préstamo de los libros, ojeé el ejemplar de Divertimento y
encontré que el anterior lector –que ojalá se pudra en el infierno de
los libros quemados por los inquisidores de todas las pelambres- había
subrayado con lápiz las palabras que no entendía, montones, lo que fue,
seguramente, la primera piedra de este castillo que está sacando de sus
casillas a los literatos prepotentes que leen y escriben para descrestar
calentanos, sin interesarse por la claridad y sencillez –no ajenas al
buen arte- que debe acompañar a una obra destinada a divertir por la vía
del asombro. Nótese que leyendo a Gabo, por ejemplo, varias veces en
una misma página me he quedado sin aliento, tomado por esa alegría
visceral y paralizante que contagia el ingenio, la genialidad, mientras
en una misma página de las arriba citadas novelas, varias veces he
sentido la necesidad de acudir al diccionario, a un buscador de
internet, lo cual es un factor de distracción que hace perder el hilo de
la narración y es la causa del abandono de la lectura.
Es
bien probable que don Julio haya tratado de emular a don James, y a fe
mía que lo consiguió en estas novelas y algunos de sus relatos (escritas
para sabios, académicos, críticos, melómanos, lingüistas, estudiosos,
ñoños, etc.), pero eso únicamente los iguala en el panteón de lo
críptico, lo ilegible, lo desechable, que no es el cielo al que
diariamente me lleva la buena literatura, y me obliga a formular la
pregunta que da título a este disparate que seguramente se ha de comer
el cajón de la basura.
Con-fabulación No. 420 - Colombia
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