ESA COSA INÚTIL QUE ES LA POESÍA.
por Elidio
La Torre Lagares (Puerto Rico)
Me perdonan la franqueza, pero la poesía no sirve para nada. Es verdad. Así lo han consignado en diversas ocasiones y seguro tienen razón. La poesía, después de todo, no tiene tiempo, vive en un eterno tiempo presente que se desplaza en las formas de los verbos, sí, pero siempre es un aquí, un ahora. Una condición de la utilidad es el tiempo —pregúntese la última vez que compró un producto lácteo y no miró la fecha de expiración.
La poesía es
leche eterna.
Eso,
definitivamente, no sirve de nada. Como la inmortalidad. (El único beneficio de
la inmortalidad es político: si existiera, no habría guerras, ni desigualdad, ni
habría países ni nacionalismos. Pero como no existe, entonces creamos la poesía,
ese apego a permanecer continuos en el tiempo, como más o menos decía
Lezama).
La poesía,
me dijeron hace poco, no deja.
Por las virtudes de ese positivismo
utilitarista decimonónico, hemos eliminado cualquier fundamento de las verdades
y principios universales que no sea empírico. Tengo hambre es empírico. No tengo
dinero también. Pero, ¿me hace falta la poesía? Para comenzar, habría que
comenzar a definir la poesía y ya eso es una complicación —que de paso, es
empírica. O whatever.
No culpo a los que tienen en buena estima a la
inutilidad de la poesía.
De aquel proyecto positivista que germina a
finales del siglo XIX en el mundo, heredamos la fascinación con lo servible, con
lo práctico, con lo inmediato. Como decir una botella que luego arrojamos a la
basura sin darle la oportunidad de ser florero. Así. La sociedad desechable es
una maravilla y mi cinismo también.
El punto es que un Poeta —así, con letra
mayúscula— como Pablo Neruda admite que si le preguntan qué es poesía, no
tendría palabras para contestar, “pero si le preguntan a mi poesía, ella, les
dirá quién soy yo”. Que la poesía persiga y encuentre a uno podría constituir un
tipo de conducta impropia. Stalking le llaman.
A mí, la poesía me trollea. Es una
cosa que yo no busco, sino que me llega, me abusa y se burla de mí. Como la mala
suerte, o, a veces, como las mejores alegrías.
En tiempos de la Cibernia —como llamo a ese
plano virtual en el cual confluimos con “amigos” y “seguidores”; esa plaza
infinita llamada red social—, la poesía aparenta estar de moda. En Twitter, nos
hace ver “tuit chic”. Tuit chic —en pasarela de 140 caracteres por los segundos
que dure en el TL. TL— time line, o línea de tiempo. La poesía es sonido
disperso en el tiempo, dijo Lezama. La poesía es todo, dijo Luis Lloréns Torres
cuando inventó el panedismo (guglealo).
En Facebook, adorna nuestros muros, grafita
nuestras páginas personales, flora en nuestras actualizaciones de estado.
Actualizaciones de estado —pura ciencia física, como decir uno es agua y luego
vapor. Como decir: “Jey, antes era Gregorio y ahora soy escarabajo”. En fin, es
un plano cartesiano revertido, si se me permite el disparate: en los status
updates, uno no piensa y luego existe; uno existe cuando nos dan me
gusta. Si no, eres, por tomar las palabras de Ray Loriga, tan útil como un
pez en un gimnasio.
Oh. ¿Acaso dije útil?
Hace poco leí: “Creo que una de mis medias está
embarazada”. ¿Qué tan útil es eso? No es un poema, ciertamente, pero se comporta
como uno. Qué le vamos a hacer —la poesía es impostura. Luego escribí un poema
sobre el acontecimiento de “casar las medias”, como le llamaba mi abuela al acto
de hacer que las medias rimaran del mismo color, diseño y textura. ¿Quién dijo
que la poesía es fácil? Ciertamente, no fue mi abuela, que tejía palabras como
flores de hilo y cargaba la paciencia de una tortuga.
Al poema de la media, le senté en mis rodillas.
Le encontré amargo. Y le injurié. Me creí Rimbaud hasta que el verano me trajo
la risa espantable del idiota. Pensé: “¿Es esto poesía o infertilidad?” Ante la
falta de una respuesta, le sacrifiqué a los dioses binarios del ordenador.
Delete. Delete. Delete. Etc.
George Steiner atribuía la determinación de las
estructuras de pensamiento a “la materia oscura de la poesía” (véase el ejemplo
de la media embarazada). Materia oscura— como la mayor parte de nuestro
universo, y hasta eso permanece en el reino de lo especulativo. Claro, no hay
idea sin palabras. Cada palabra es una obra poética, dice Borges, pues “el
lenguaje es una creación estética”.
Seguro. Hay palabras lindas. Feas. Buenas.
Malas. Pero llenas de ideología. Žižek opina —y yo le creo— que hay ideología en
todo, hasta en los toilettes.
Para Octavio Paz, la actividad poética es
“conocimiento, salvación, poder, abandono”. Suena a una visita al toilette, ¿no?
(¿Ya mencioné mi cinismo?). Pero es más un proceso por el cual cambiar al mundo.
Cualquiera que se diga poeta aspira a transformar al menos una persona, aunque
sea a sí mismo (que rima con cinismo). Así comienzan los grandes
cambios en los pueblos, los países y en la humanidad.
Los poemas nadan entre las verdades del tiempo
–decir vida y muerte-, los pescamos como una mentira. Sus palabras no son fijas.
No son inamovibles. Tampoco son, como argumentaba Lyotard, significados
despegados de sus significantes, porque si fuera así, este escrito no tendría
sentido (¿lo tiene?). Las palabras son esos intentos fútiles de explicarnos a
nosotros mismos, la más bella mentira de todas.
Algunos “amantes de la poesía” son culpables de
perpetuar el buen nombre de la inutilidad de este arte. Aunque no se percatan de
ello —creo yo; es más, espero yo— tratan la poesía como un bien de consumo, una
comodidad (mi mala traducción del vocablo commodity, pero me gusta la
noción que encierra la palabra inglesa) que atenta, paradójicamente, contra su
naturaleza (la poesía no sirve para nada, ¿recuerdan?). La poesía constituye ese
género de mercado del libro que no es mercadeable, en el sentido capitalista de
la palabra cuando nos referimos al más burgués de todos los géneros, que es la
novela.
Así que es verdad: bajo estos términos, la
poesía es una cosa inútil. Solo sirve para inventar sueños, texturas,
posibilidades —ese otro estado de la materia del cual se compone nuestra
experiencia de vida— hasta que llega Gabriel Celaya a la velocidad del instinto
y nos apunta un poema al pecho como si quisiera detonar un rifle de asalto. A
fin de cuentas, un acto.
© All rights reserved Elidio La Torre Lagares
Elidio La
Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de
cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de
Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también
premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor,
2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes
poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla
Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la
publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor
crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por
la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el
Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita
Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria
en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río
Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es
columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro
Lunes.
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