Crónica
de un desencuentro con García Márquez
JAIME CABRERA
GONZÁLEZ [
mediaisla]
Me dediqué a la lectura de las obras de García Márquez sin proponerme acercarme
a la persona como sí lo intentó un escritor de mi ciudad que acudió a quienes
los podían relacionar hasta que alguien le dijo que para qué quería que le presentaran
a alguien que nunca iba a ser su amigo…
Hay a la entrada de muchos establecimientos en Key West o Cayo Hueso,
Florida, una placa que dice que ahí estuvo Ernest Hemingway aunque se sabe que
asistía todos los días al
Sloopy Joe’s Bar; sólo en un sitio leí un
letrero que afirmaba, más bien advertía a sus clientes, que ahí nunca estuvo el
autor de
Por quién doblan las campanas. Ahora que proliferan los que
mencionan por todos los medios que conocieron
personalmente a Gabriel
García Márquez; que muchos de mis amigos escritores recuerdan haber tenido
algún encuentro con él; que tantos allegados me han mostrado una foto en que
están con el autor de
Cien años de soledad, yo tengo que anotar, que no
lo conocí, ni lo vi nunca en mi vida (con excepción de las entrevistas en la
tele o en fotografías). No tuve esa fortuna —tampoco lo intenté ni siquiera en
mis días de fiebre macondiana— que en este momento me hubiera permitido titular
estas líneas como “Mi encuentro con Gabito”. Así con esa confianza con que llaman
a cualquier Gabriel en la
Región Caribe colombiana y no con el Gabo de mis compatriotas
del interior del país (que fue también el hipocorístico que caló en el resto
del mundo) ni el GGM de la prensa.
Pero de tanto verlo (y leerlo) a veces creo haberlo conocido. Se volvió tan
cercano como el tío Reynaldo, el único intelectual de mi familia. Me contaba
Virginia Bennett, una amiga fotógrafa, que en la sala de su casa había tres
imágenes debidamente enmarcadas: la del Sagrado Corazón de Jesús, la del caudillo
liberal Jorge Eliécer Gaitán y la del cantante de tangos Carlos Gardel. En mi
casa, además del Sagrado Corazón y una Última Cena por lo menos en mi cuarto de
adolescente había un enorme afiche con la cara de Gabriel García Márquez que me
acostumbré a ver junto a los carteles de Marilyn Monroe y Brigitte Bardot y,
más tarde, mucho más tarde, uno de Nastassja Kinski con una serpiente pitón
enroscada en su cuerpo desnudo. Además, el haber crecido en pleno estallido del
llamado
Boom literario latinoamericano hizo que la figura del creador de
Macondo estuviera todos los días en los periódicos y se convirtiera en parte de
la conversación en la mesa o en las mecedoras de la terraza a la hora de las
tertulias casi como un pariente más al que se le alaba o se le censura
cualquier actuación.
Acudo al poeta Raúl Gómez Jattin y hago una paráfrasis de uno de sus poemas:
los escritores son para leerlos y hay que dejar de hacerle caso a lo que hagan
con sus vidas. Me dediqué a la lectura de las obras de García Márquez sin proponerme
acercarme a la persona como sí lo intentó un escritor de mi ciudad que acudió a
quienes los podían relacionar hasta que alguien le dijo al calor de unas
cervezas frías que para qué quería que le presentaran a alguien que nunca iba a
ser su amigo; quizás hoy al fallecimiento de García Márquez mi amigo escritor
cuente mejor esa anécdota que cabe en la antología de los que no lo conocimos.
En un correo electrónico me recuerda el profesor Livingston Crawford, un amigo
que vive en Lima, que existe una praxis cultural en decir que hubo algún tipo
de encuentro cercano cuando un personaje reconocido fallece y agrega en su
email el caso del citado poeta cuando, por cierto, un trabajador de García
Márquez dijo a la prensa que el día anterior a la muerte de Gómez Jattin éste
le había regalado un hipocampo. Y Crawford termina diciendo que no sabe de
dónde sacó esto, no el animalejo (que debe de haberlo extraído del mar
cartagenero), sino la palabreja. Nadie en esas tierras ni sus alrededores se
refería a un caballito de mar por otro nombre así labore en la casa de un
Premio Nobel de Literatura. Todo para justificar que había conocido al poeta
muerto.
Mi único y verdadero encuentro
Existe una
pregunta que a menudo se formula cuando pasa un hecho sin precedente que marca
un hito, de esas del tipo de qué hacías cuando el apagón de Nueva York; en
Colombia, en dónde estabas cuando mataron a Gaitán; o más recientemente, qué
estabas haciendo cuando te enteraste que dos aviones acababan de impactar las
Torres Gemelas y la TV
empezó a trasmitir las incidencias de los ataques de aquel 11 de septiembre de
2001. Una de esas sería: cuándo o en qué circunstancia leíste la primera obra
de García Márquez. Para algunos la respuesta será sencilla y quizás no haya
detrás anécdota alguna. A mí, por diferentes razones, me cambió la manera de
ver la realidad, marcó mi gusto y me motivó a contar.
Entré en la obra de Gabriel García Márquez por la puerta de
Cien años de
soledad cuando ya Macondo llevaba cuatro novelas y el libro más de dos años
de publicado. Yo tenía 12 años y cursaba Primero de Bachillerato en el que
sería el colegio de toda mi vida: el Colegio Americano de Barranquilla.
Recuerdo que el profesor Rodrigo Ebrath, un hombre que estaba al día en materia
literaria y bibliográfica, dijo un día en la clase a manera de información
general —aunque lo escribió en el pizarrón— que existía una novela titulada
Cien
años de soledad, escrita por un escritor de Aracataca, Gabriel García
Márquez; en su breve exposición del argumento citó la gota que llenaría el vaso
de mi interés: la masacre llevada a cabo en Ciénaga y en la zona aledaña
conocida como Matanza de las Bananeras. No sé si otros de los compañeros
tuvieron en cuenta aquella invitación a la lectura, de lo que sí puedo dar fe
es que para mí de inmediato la hubo y vencí mi timidez para hacer un par de
preguntas. Yo debía leer ese libro simplemente porque entre esas páginas
debería estar mi abuelo.
Desde pequeño escuché la historia de mi abuelo materno, Juan González, de
qué manera se había salvado de morir el 6 de diciembre de 1928, día en que el
gobierno de Miguel Abadía Méndez, con el general Carlos Cortés Vargas a la
cabeza, reprimió con balas (muchas dum-dum) la huelga que llevaban a efecto los
trabajadores de la United
Fruit Company (también llamada Compañía Frutera de Sevilla) y
en donde hubo mucho más muertos que los declarados de forma oficial. Ni mi
hermana Beatriz ni yo nos cansábamos de oír aquel relato y esperábamos una
nueva oportunidad para escucharlo aunque abuelo no agregara nada nuevo a la
narración ni sobre las dos balas que recibió, una en la muñeca y otra en el
abdomen, fuera de hacer que las tocáramos porque aún reposaban en su cuerpo y
que fotografió Gaitán en su investigación para el debate que llevaría al
Congreso. Por eso cuando supe que existía un libro que se refería al tema, me
propuse leerlo y encontrar más sobre esa historia. Y como, además, conocía la
palabra “Macondo”, no sólo por lo que abuelo decía de cierto árbol, sino porque
se refería a una finca con ese nombre y no a un pueblo como había expresado el
profesor.

Mi primera búsqueda fue en la biblioteca del colegio en donde no encontré el
nombre del libro en el fichero;
y cuando le pregunté a la señora que hacía las veces de bibliotecaria que si tenía
Cien años de soledad de Gabriel
García Márquez, se quedó mirando como dicen los campesinos miran las gallinas a
los sapos. Como en mi casa no había las condiciones económicas para pedirle a
mi papá que, además de la ya costosa lista de libros de mi hermana y mía,
sacara dinero para un nuevo libro (que nadie me había pedido leyera ni era
obligatorio adquirir), ni siquiera lo mencioné. Mi papá que era un gran lector
compraba los libros en Pica-Pica, un callejón del mercado en donde vendían
libros de segunda mano o compraba y memorizaba cuadernillos de poesía que
vendían a muy bajo precio que luego declamaba cuando se tomaba algunos tragos.
Así que nuestra biblioteca estaba conformada por libros viejos y poemarios
deshojados. Entonces se me ocurrió la idea de consultar a los amigos de mi
papá, aquellos con los que no jugaba dominó sino que hablaba de Literatura.
Tuve la suerte de que en mi primer intento de conseguir
Cien años de
soledad prestado sólo tuve que acudir a la puerta del vecino más cercano,
don Aníbal Mendoza, un empleado de una línea aérea que estaba al tanto por la
prensa de los nuevos títulos editoriales y que compraba libros cada semana, que
estaba suscrito a Círculo de lectores y que recibía a los vendedores de
enciclopedia que tocaban a su puerta. Cuando le pregunté si tenía el libro, me
dijo que sí y que después de la siesta lo buscaría y me lo llevaría a casa.
Aguardé el momento de tener el libro en mis manos para empezar a leerlo y
llegar al capítulo que en realidad me interesaba; el de la Matanza. Resulta
que un poco antes de la hora convenida apareció por casa una abogada entrada en
años y solterona, una de esas vecinas que tiene una opinión para todo y se
creen con un poder especial para censurar, criticar y ordenar con acento
militar. Así que cuando don Aníbal apareció con
Cien años de soledad, la
mujer puso el grito en el cielo. Que cómo era posible que me fuera a dar a leer
un libro lleno de vulgaridades, que esa no era lectura para un niño y ahí se
explayó en términos y reproches como si la hubieran ofendido. Y hubiera
convencido a todos, al vecino y a mi familia, si yo no hubiera mentido —aún a
costa de que la mujer hubiera ido al colegio a censurar al profesor y a la
actual enseñanza— y dije que se trataba de una tarea. Entonces supe que antes
de que la vecina volviera de descruzarse de brazos y atacara tenía que leer la
novela a toda prisa. Antes había leído a paso de tortuga
El Quijote,
María
de Jorge Isaacs y
La vorágine de José Eustasio Rivera, todas por
recomendación de mi papá.
Leí
Cien años de
soledad en el baño de mi casa entre un viernes por la tarde y la noche del
domingo en que mi mamá pensó en que tendría que llevarme a primera hora del
lunes al consultorio de nuestro médico si no se me componía el estómago, que
era mi excusa para entrar tantas veces al retrete. Me bastó la primera página
para no querer detenerme, ya no me importaba la historia de mi abuelo, ni las
que había oído en esos viajes por la zona bananera en que acompañaba a Inocenta
Daza, mi abuela, en un tren de madera que iba de pueblo en pueblo entre
plantaciones de banano y se detenía en estaciones como la de Aracataca. Ahí
estaba todo junto que podía leer como si se tratara de un cuento infantil en
que tenía la potestad de entrar y hacer parte. Era el mundo en que había
crecido cada vez que llegaban las vacaciones e iba a Ciénaga y estaban los
nombres, que como también en mi familia, se repetían; había cada aventura que
ni siquiera muchos años después frente a los llamados libros clásicos juveniles
habría de borrarse de mi memoria.
A partir de aquella lectura empezó mi búsqueda de qué más había publicado de
García Márquez, indagación que coincidió con el libro que había recomendado el
profesor y que yo no le había prestado atención obnubilado con lo que había
contado de
Cien años de soledad porque se había referido a esta
obra sólo a guisa de referencia del libro que había programado para nuestra
lectura:
El coronel no tiene quien le escriba. Y ahí vino mi segundo
gran encuentro. Cómo era posible mantener mi atención con una historia tan
sencilla que creo leí en una tarde y que abría aún más mi apetito de lector. De
ahí fui hacia atrás, hacía las primeras novelas:
La hojarasca y
La
mala hora y los cuentos de
Los funerales de la Mama Grande. Y ya casi
al final del bachillerato, puesto al día, como una feliz coincidencia una joven
pensionada que vivía en mi casa se ganó en una rifa que hicieron en la
universidad en donde estudiaba biología el libro La increíble y triste
historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada y como ella veía que
yo leía el tomito
Ojos de perro azul me regaló su premio con una
dedicatoria escrita con su letra de maestra de escuela enamorada.

El tercer gran
sobresalto llegó con
El Otoño del Patriarca. La estructura del libro,
esa espiral poética me
Cien
años de soledad y siempre encontraba nuevas cosas como si el autor —en
palabras del novelista Álvaro Cepeda Samudio— entrara por la noche a mi alcoba
y pusiera más páginas, acción que según el creador de
La casa grande, no
sucede en las bibliotecas públicas porque están muy vigiladas. O escuchaba a mi
tío Luis Lino Torregrosa hablar de Gabito y luego ser capaz de recitar varias
páginas de
Cien años de soledad como si se tratara de un poema, uno más
de aquella colección de la poesía piedracielista que tanto le gustaba y que
soltaba sin aviso y sin descanso.
arrastró por varios días en que no paré de leerlo sin
medir las consecuencias por las clases a las que dejé de asistir en la Universidad y el
riesgo de perder el semestre por estar próximo a los exámenes finales… La
novela me abrió nuevos horizontes y aunque para entonces mi universo literario
se había ido ampliando y enriqueciendo con otros autores, seguir a García
Márquez me devolvía aquella sensación inicial de gozo. No sé cuántas veces leí
Cien años de soledad y siempre encontraba
nuevas cosas como si el autor —en palabras del novelista Álvaro Cepeda
Samudio— entrara por la noche a mi alcoba y pusiera más páginas, acción
que según el creador de
La casa grande, no sucede en las
bibliotecas públicas porque están muy vigiladas. O escuchaba a mi tío
Luis Lino Torregrosa hablar de Gabito y luego ser capaz de recitar
varias páginas de
Cien años de soledad como si se tratara de un
poema, uno más de aquella colección de la poesía piedracielista que
tanto le gustaba y que soltaba sin aviso y sin descanso.
Y siguió
Crónica de una muerte anunciada y el Premio Nobel y
El
amor en los tiempos del cólera y todos los títulos harto conocidos
de sus novelas y su vasta obra periodística a la par que se escribían ensayos,
estudios y biografías y anécdotas y aparecieron los gabólogos y de tanto verme
reflejado en mi sobrino Richard (una nueva generación) que empezó a leerlo a la
misma edad de mi descubrimiento de
Cien años de soledad, de tanto tanto,
Gabriel García Márquez se convirtió en alguien que ya creía conocer, que no
necesitaba salir a buscar, que lo podía encontrar por ahí y saludar como se
saluda uno con un viejo amigo de la familia, con un antiguo vecino: “Ajá y qué
hay de nuevo en Macondo…” Por eso cuando me enteré que había muerto, en un
principio me asaltó aquella frase suya de que no había que creer todo lo que
aparecía en las noticias, luego se derrumbó la idea de que estaría toda la
vida, que era inmortal y, finalmente, tuve la misma sensación de orfandad
infinita del día que mi hermana menor, Margarita, me llamó a Miami Beach desde
Barranquilla para decirme que se nos había ido mi papa. Sí, fue como si mi papá
se hubiera muerto por segunda vez.
____________________________
JAIME CABRERA GONZÁLEZ (Barranquilla, Colombia, 1957). Estudió en el
Colegio Americano; obtuvo el título de arquitecto en la Universidad del
Atlántico, profesión que abandonó para vivir del cuento. Desde 1993 viven en
los Estados Unidos en donde ha ejercido el periodismo; ha ganado varios
concursos de cuento en Colombia y otros países. Ha publicado
Como si nada
pasara (1996) y
Miss Blues 104°F
(mediaIsla, 2014).
Fuente:
http://mediaisla.net/revista/2014/04/cronica-de-un-desencuentro-con-garcia-marquez/