26/10/16

Halloween, Sleepy Hollow y las calabazas                                


Por Javier Sanz - Zaragoza, España

En estas fechas cercanas a noviembre, de cambios horarios y de temperatura, hay una festividad que todos conocemos, la festividad de Todos los Santos. En España es algo común en este inicio de noviembre llevar flores a las tumbas de los seres queridos fallecidos, relatar ante el calor de la chimenea historias de terror y también es fecha de los conocidos “huesos de santo”, un postre de mazapán típico de estas fechas. Sin embargo, es cada vez más frecuente ver la irrupción en escena de la festividad norteamericana de Halloween.

El origen de estas calabazas típicas de estas fechas se remonta a una leyenda irlandesa y se hizo muy popular en Estados Unidos en el siglo XIX. Dicha leyenda sostiene que esas calabazas huecas con una vela dentro, llamadas “Jack-o-lantern“, son para recordar al malvado de Jack, un hombre cruel, vengativo y tacaño que al morir no pudo entrar ni en el cielo ni en el infierno. Por ello, fue condenado a vagar eternamente por el mundo con la única ayuda de dicha linterna -la linterna de Jack-. Como apunte curioso, la leyenda inicialmente hablaba de un repollo linterna en lugar de una calabaza.


Los otros aspectos de Halloween tienen mucho que ver con la obra del escritor estadounidense Washington Irving, La leyenda de Sleepy Hollow y el jinete sin cabeza (1820). Sleepy Hollow es un lugar real, con una historia y un pasado; pese a que no se sabe la fecha exacta en la que los holandeses llegaron al lugar, si que se sabe que en los primeros días de la fundación de las colonias de los nuevos Países Bajos hubo enfrentamientos entre holandeses y tribus nativas locales. La única referencia a Sleepy Hollow es un documento del siglo XVII que menciona al lugar como Slapershaven, cuya traducción literal es “Puerto durmiente”. Durante el transcurso de las guerras entre holandeses e ingleses en el Nuevo Mundo, Slapershaven y todo el territorio circundante de la colonia holandesa pasó a manos de la corona británica sobre el 1665, pasando a llamarse North Tarrytown. Washington Irving, como Gustavo Adolfo Béquer con el Moncayo, Trasmoz y otros lugares “embrujados” de España, se inspiró en los paisajes y lugares de este lugar de Estados Unidos para escribir el relato que lo llevaría a la fama, la leyenda de Sleepy Hollow. Como nota curiosa, el relato de Washington Irving alcanzó tanto éxito y popularidad dentro y fuera de EEUU que en 1996 cambiaron oficialmente el nombre de North Tarrytown por el de Sleepy Hollow.


El jinete sin cabeza es un personaje clave junto con el joven y supersticioso profesor Ichabod Crane en el relato de esta leyenda. Sobre la identidad de este misterioso y aterrador jinete, el relato de Irving deja muchos cabos sueltos, por un lado se piensa que es un soldado desconocido que perdió la cabeza por un cañonazo durante el transcurso de la Guerra de la Independencia norteamericana. Desesperado, dicho jinete cabalga hacia la batalla en busca de su cabeza atacando a todo aquel que ose interponerse en su camino. Por otro lado, podría señalar a uno de los protagonistas del triángulo amoroso formado por Ichabod Crane, Katrina Van Tassel y Abraham “Brom Bones” Van Brunt -que finalmente se llevaría el gato al agua-. Después de declararse a Katrina, el jinete persigue a Ichabod por aquel lugar rodeado de misterio, atravesando el puente que cruza el río Pocantico hasta el cementerio de la iglesia holandesa de Sleepy Hollow. Ichabod, confiado en que una vez cruzado el puente el jinete se desvanecería en un “destello de llamas y azufre”, ve horrorizado como el jinete encabrita al caballo y le arroja su decapitada cabeza. Ichabod desaparece en “misteriosas circunstancias” dejando tras de sí su caballo, su sombrero y una misteriosa calabaza destrozada en el lugar y, por supuesto, “Brom Bones” se casa con Katrina.

Pese a todo lo que aparece en el relato de Washington Irving, lo cierto es que ya existían antes varias versiones y leyendas de jinetes sin cabeza, concretamente en Irlanda. Dicho jinete es conocido como Dullahan y cabalga a lomos de un caballo negro. Dullahan es tan aterrador como el jinete del relato de Irving, pues la cabeza de Dullahan tiene una horrible sonrisa de oreja a oreja y cuando cabalga la lleva siempre bajo uno de sus brazos. La cabeza brilla intensamente a modo de linterna y la leyenda sostiene que cuando Dullahan baja de su caballo, se produce la muerte de la persona que nombra. En Escocia, el jinete sin cabeza se llama Ewan, un escocés que murió decapitado en una batalla entre clanes en la Isla de Mull. La muerte le llegó cuando iba a ser nombrado jefe de su clan, y tanto Ewan como su caballo se aparecen en los alrededores del lugar donde murió. Los hermanos Grimm también tienen relatos similares sobre jinetes sin cabeza, cambiando la localización y los personajes. En Alemania también hay más versiones que las de los hermanos Grimm, una de ellas presenta al jinete sin cabeza como una especie de justiciero que va a la caza de criminales y asesinos, y en otra es un infernal cazador con jaurías de perros negros con lenguas de fuego.

Para terminar, la palabra que hoy conocemos todos como “Halloween” proviene de “All Hallowed Eve“, víspera de Todos los Santos o vigilia de Todos los Santos. Es más, hay que decir que la verdadera festividad de Halloween es celta y tiene más de 3000 años. En estas fechas, la tradición celta sostenía que los muertos regresaban a la tierra y los druidas trataban de evitar la influencia de los “malos espíritus” mediante conjuros e incluso sacrificios humanos o de animales. Estas fechas eran conocidas por los celtas bajo el nombre de “Samhain” o “Fin del verano“… Nada que ver con el Halloween actual.


Colaboración de Pedro Sanmartín
Fuentes e imágenes: La leyenda de Sleepy Hollow y otros cuentos de fantasmas – Washington Irving, North Tarrytown Votes to Pursue Its Future as Sleepy Hollow, El origen de Halloween

11/10/16

OLGA OROZCO, LOS OJOS DE LA NOCHE

                                                                                                                                                      


Por César Seco *

1 | Cuánto de noche se le escurría en el sueño. Cuánto de sueño fue convirtiendo su alrededor en sombra. La realidad se le escurría por esos enormes ojos que le abrió la noche. Como lo refiere Jacobo Sefami en una entrevista que la poeta le concediera durante una estadía en Nueva York, la poesía de Olga Orozco fue una “persistencia en la búsqueda de la revelación, de ese otro lado desde el cual se explica la propia realidad mutante y escurridiza”. Esto que bien precisamos leyéndola.

Como si fueran sombras de sombras que se alejan las palabras,
humaredas errantes exhaladas por la boca del viento,
así se me dispersan, se me pierden de vista contra las puertas del silencio.
Son menos que las últimas borras de un color, que un suspiro en la hierba;
fantasmas que ni siquiera se asemejan al reflejo que fueron.
Entonces ¿no habrá nada que se mantenga en su lugar,
nada que se confunda con su nombre desde la piel hasta los huesos?
Y yo que me cobijaba en las palabras como en los pliegues de la revelación
o que fundaba mundos de visiones sin fondo
para sustituir los jardines del edén sobre las piedras del vocablo.
¿Y no he intentado acaso pronunciar hacia atrás todos los alfabetos de la muerte?
¿No era ese tu triunfo en las tinieblas, poesía?
Cada palabra a imagen de otra luz, a semejanza de otro abismo,
cada una con su cortejo de constelaciones, con su nido de víboras,
pero dispuesta a tejer ya destejer desde su propio costado el universo
y a prescindir de mí hasta el último nudo.

(En el final era el verbo)


Pudo incidir en esa su particular percepción, el trato que de niña tuvo con su abuela, quien tenía una visión animista del mundo, heredada de sus antepasados celtas. Ella transmitía oralmente a la niña toda esa visión mágica que la acompañaba desde la sangre. Le refería que todo lo que nombramos mundo, era movimiento perpetuo, en que las cosas, los objetos, están siempre al acecho de nosotros, para bien o para mal, para revelarnos algo o para perturbarnos, para salvarnos o para arrojarnos al insondable abismo. A diario la abuela le relataba cuentos fantásticos, que de seguro su memoria ya fatigada por los años modificaba constantemente. No faltaban en esos cuentos toda esa progenie de maravillas y sortilegios: duendes, demonios, hadas, extraños y asombrosos animales, que fueron poblando la imaginación de la niña. En principio, estos cuentos le infundían miedo, pero pronto esto fue desapareciendo, porque a fin de cuentas “la abuela se las arreglaba para que hubiera salvaciones milagrosas”, dijo.

Lo otro que sin duda hizo más febril su imaginación fue el paisaje de su natal Toay, ubicada en la árida pampa argentina, poblada de dunas, lo cual ella refirió de esta manera: “de chica he visto los médanos cambiar de lugar de un día para otro, porque el viento sopla con fuerza. Se supone que allí hubo un mar en alguna época; la arena es como arena marina. Es bastante extraño asomarse a una ventana y no ver el médano que estaba antes de ayer… como hay grandes zonas desérticas, sin vegetación, cada pequeño objeto –un hueso, una piedra- toma un relieve importantísimo, desmesurado, como podría ocurrir dentro de un cuadro surrealista”. Intuimos, como habitantes también de zona árida, que cualquier presencia aislada adquiere en este medio las características de una revelación, de una aparición súbita. Ella lo expresó mejor así: “El horizonte es inmenso por todos lados; los atardeceres son interminables, melancólicos. Entonces, entre eso y la ascendencia siciliana, que todo lo hace excesivo, que todo lo convierte en más: los perfumes, los colores, la luz… naturalmente sale una naturaleza desmesurada, como la que tengo”.

Inferimos que a ella el surrealismo le venía por naturaleza, claro todo esto que vino a constituir su particular visión poética fue matizada por la relación que tempranamente estableció con otros poetas, aquellos que fueron sus compañeros de ruta, la llamada generación del 40, especialmente con Enrique Molina y con Aldo Pellegrini, autor éste de la Antología del Surrealismo en América que fuera elogiada por André Bretón. Por afinidades estéticas, más que conceptuales, a Olga Orozco también se le relaciona con otros poetas de los cuarenta y cincuenta, posteriores todos a ese primer momento de la vanguardia hispanoamericana que tuvo a Neruda y a Vallejo como influyentes: los chilenos Humberto Díaz Casanueva y Gonzalo Rojas, los venezolanos Juan Lizcano y Juan Sánchez Peláez, los peruanos César Moro y Emilio Adolfo Westphalen, el mexicano Octavio Paz y el colombiano Álvaro Mutis, entre otros. Claro, en todo esto cabe la propia aclaratoria de la poeta, lo cual permite reconocer el cauce y curso que siguió su creación: “… yo nunca pertenecí al surrealismo, por más que me embanderen también en él. Hay una actitud semejante ante la vida, tal vez. Porque hay una gran valoración de lo onírico, de los diversos planos de la realidad (no precisamente del inmediato y visible, 24), de las sensaciones, del mundo mágico, y sobre todo una exaltación del amor, de la libertad, de la justicia. Es decir, sólo actitud ante la vida, pero yo nunca hice escritura automática; y si intento hacerla, me desvío a la plegaria”.

Cuando falleció, Ana Becciu quien fue una de esas amistades entrañables con las que Olga Orozco compartió los últimos treinta años de su vida, escribió para Letras Libres un sutil y hondo retrato, del cual entresacamos este párrafo que nos precisa mucho más la posible genealogía de la autora de Los juegos peligrosos y de otros libros capitales de las letras hispanoamericanas. Becciu afirma allí que “tan decisivo como el surrealismo para su poesía fue su temprana lectura del poeta lituano Lubicz Milosz y del español Luis Cernuda. Siempre leyó a Milosz, siempre hablaba de él, sabía muchos de sus poemas de memoria y los recitaba a menudo. Hasta el último día de su vida en la mesa del comedor de su casa tuvo al alcance de la mano la antología de poemas de Milosz traducidos por Augusto D'Halmar en 1922… El verso largo del lituano Olga lo transformó y lo moldeó hasta convertirlo en el instrumento característico de su poesía: su verso libre adquiere proporciones de versículo portador de imágenes subconscientes u oníricas muy coherentes, que dan por resultado poemas perfectamente estructurados. "Nunca he pasado de una línea a la siguiente si la anterior no estaba perfectamente admitida por mi conciencia", dijo en una ocasión. No tiene equivalente en la poesía argentina. Es un arte del que sólo ella tuvo el secreto. Tan imposible es de imitar que supongo que puede ser una razón para que no haya tenido seguidores”.

Entre sus confesiones, siempre profundas, resulta interesante saber que de niña y de adolescente la poeta leyó mucho la Biblia y que tal vez sea de allí que le vino ese ritmo salmódico que caracteriza sus poemas, cercanos a la plegaria. Desde luego, no basta con indagar el posible génesis de su obra, sino comprendiéramos que tras esta concepción de la sacralidad del verbo poético, está toda la tradición del Romanticismo alemán, el cual le fue decisivo en el sentido de revelarle el carácter sagrado de la palabra y a la vez advertirla sobre los riesgos que entraña el trato con ésta; es decir, la locura, ese castigo que los dioses infligen a quienes sobrepasan los límites de lo estrictamente humano. En vida a Olga Orozco no cesaron de perseguirla eso que ella llama angustias extremas, por ejemplo eso que señaló a Sefami, eso de haber sentido muchas veces una especie de extrañamiento de su propio cuerpo, experiencia llevada al extremo en Museo salvaje, pero que está presente en toda su poesía:

Me moldeó muchas caras esta sumisa piel,
adherida en secreto a la palpitación de lo invisible
lo mismo que una gasa que de pronto revela figuras
emboscadas en la vaga sustancia de los sueños.
Caras como resúmenes de nubes para expresar la intraducible travesía;
mapas insuficientes y confusos donde se hunden los cielos y emergen los abismos.
Unas fueron tan leves que se desgarraron entre los dientes de una sola noche.
Otras se abrieron paso a través de la escarcha, como proas de fuego.
Algunas perduraron talladas por el heroico amor en la memoria del espejo;
algunas se disolvieron entre rotos cristales con las primeras nieves.
Mis caras sucesivas en los escaparates veloces de una historia sin paz y sin costumbres:
un muestrario de nieblas, de terror, de intemperies.
Mis caras más inmóviles surgiendo entre las aguas de un ágata sin fondo que presagia la muerte, 
solamente la muerte, 
apenas el reverso de una sombra estampada en el hueco de la separación.
Ningún signo especial en estas caras que tapizan la ausencia.
Pero a través de todas, como la mancha de ácido que traspasa
en el álbum los ambiguos retratos,
se inscribió la señal de una misma condena:
mi vana tentativa por reflejar la cara que se sustrae y que me excede.
El obstinado error frente al modelo.

(Los reflejos infieles)


2 | ¿Desde cuándo leemos a Olga Orozco? Me pregunto y me respondo en el momento de cruzar una esquina y divisar una puerta a lo lejos. Desde hace mucho, me digo en mis adentros, algo, no tanto quizá en cantidad de tiempo; 25 años hará que conversábamos de poesía con nuestro amigo Ernesto Zaléz, en ese recorrido que de jóvenes hacíamos por la ciudad solar para matar el tedio, para resistir el peso de su silencio aplastante, cual Olga pudo sentirlo frente a la dunas de la pampa; nos tomábamos unos cafés o si había llovido en nuestros bolsillos algo de vil metal, una cervezas frías que apaciguaban el inclemente sol. Recuerdo que Ernesto soltó el nombre de Olga Orozco y en un instante se hizo noche, recuerdo también que dijo algunos versos que estaban prendidos de su memoria de lector adolescente, esos versos no los recuerdo ahora, pero han podido ser estos:

No te pronunciaré jamás, verbo sagrado,
aunque me tiña las encías de color azul,
aunque ponga debajo de mi lengua una pepita de oro,
aunque derrame sobre mi corazón un caldero de estrellas
y pase por mi frente la corriente secreta de los grandes ríos.
Tal vez hayas huido hacia el costado de la noche del alma,
ese al que no es posible llegar desde ninguna lámpara,
y no hay sombra que guíe mi vuelo en el umbral,
ni memoria que venga de otro cielo para encarnar en esta dura nieve
donde sólo se inscribe el roce de la rama y el quejido del viento.
Y ni un solo temblor que haga sobresaltar las mudas piedras.
Hemos hablado demasiado del silencio,
lo hemos condecorado lo mismo que a un vigía en el arco final,
como si en él yaciera el esplendor después de la caída,
el triunfo del vocablo con la lengua cortada.
¡Ah, no se trata de la canción, tampoco del sollozo!
He dicho ya lo amado y lo perdido,
trabé con cada sílaba los bienes que más temí perder.
A lo largo del corredor suena, resuena la tenaz melodía,
retumban, se propagan como el trueno
unas pocas monedas caídas de visiones o arrebatadas a la oscuridad.
Nuestro largo combate fue también un combate a muerte con la muerte, poesía.
Hemos ganado. Hemos perdido, porque ¿cómo nombrar con esa boca,
cómo nombrar en este mundo con esta sola boca en este mundo con esta sola boca?

(Con esta boca, en este mundo)


“Quería descubrir a Dios por transparencia”,
 este verso que precisa uno de los motivos esenciales de su búsqueda, que entraña lo que sus estudiosos han denominado “la dimensión religiosa y la indagación metafísica de su obra, es entendible a partir de una clave afirmación suya, donde dice “de que con Dios lo que nos ha ocurrido es un desmembramiento”, no su muerte como entendió Nietzsche, sino una separación. Y es en uno de sus poemas donde nos lo clarifica mejor: “Es víspera de Dios. Está uniendo en nosotros sus pedazos”. Nos sugiere que “mientras todos no encontremos a Dios, él estará disperso”. Es el exilio mayor que se vive, es la unidad perdida y que a su ver es el difícil camino que el poeta ha de desandar en su aventura interior, tan llena de peligros y de pocas o casi ninguna satisfacción. Es la conciencia de que el ser humano se haya escindido de Dios lo que la impulsa a buscar permanentemente, al menos en la palabra, la reintegración con el absoluto originario.

Aunque su vida fue de constantes pérdidas de los seres amados, Olga Orozco estuvo convencida que esta reintegración sólo era posible a través del amor y una y otra vez emprendió su ruta por medio de lo que llamó “los juegos peligrosos”, es decir ese constante atravesar los nunca seguros intersticios de la magia, la astrología, la cartomancia y las posibilidades reveladoras de los sueños:

Aquí está lo que es, lo que fue, lo que vendrá, lo que puede venir.
Siete respuestas tienes para siete preguntas.
Lo atestigua tu carta que es el signo del Mundo:
a tu derecha el Ángel,
a tu izquierda el Demonio.
¿Quién llama?, ¿pero quién llama desde tu
nacimiento hasta tu muerte con una llave rota, con un anillo
que hace años fue enterrado?
¿Quiénes planean sobre sus propios pasos como
una bandada de aves?
Las Estrellas alumbran el cielo del enigma.
Mas lo que quieres ver no puede ser mirado cara a cara
porque su luz es de otro reino.
Y aún no es su hora. Y habrá tiempo.
Vale más descifrar el nombre de quien entra.
Su carta es la del Loco, con su paciente red de cazar
mariposas.
Es el huésped de siempre.
Es el alucinado Emperador del mundo que te habita.
No preguntes quién es. Tú lo conoces
porque tú lo has buscado bajo todas las piedras y
en todos los abismos
y habéis velado juntos el puro advenimiento del milagro:
un poema en que todo fuera ese todo y tú
-algo más que ese todo-.
Pero nada ha llegado.
Nada que fuera más que estos mismos estériles
vocablos.
Y acaso sea tarde.


No invoques la Justicia. En su trono desierto se asiló la serpiente.
No trates de encontrar tu talismán de huesos de pescado,
porque es mucha la noche y muchos tus verdugos.
Su púrpura ha enturbiado tus umbrales desde el amanecer
y han marcado en tu puerta los tres signos aciagos
con espadas, con oros y con bastos.
Dentro de un círculo de espadas te encerró la crueldad.
Con dos discos de oro te aniquiló el engaño de
párpados de escamas.
La violencia trazó con su vara de bastos un relámpago
azul en tu garganta.
Y entre todos tendieron para ti la estera de las ascuas.
He aquí que los Reyes han llegado.
Vienen para cumplir la profecía.
Vienen para habitar las tres sombras de muerte
que escoltarán tu muerte
hasta que cese de girar la Rueda del Destino.

(La cartomancia)


3 | La muerte constante más allá de la vida, en vida y desde el corazón será el otro gran tema de su poesía. La muerte tratada siempre como presencia viva acechante siempre en el recuerdo presente, reconstrucción del tiempo de dicha y el tiempo de dolor. La muerte concebida como tránsito hacia una claridad más diáfana, como sugiere Manuel Ruano, menos efímera. La muerte como sucesión de espectros, familiares, literarios, íntimos, “espectros que regresan desde lejos por detrás de los sueños y por delante del porvenir”. Sí, la muerte que sólo existe porque existimos, temiéndola y aguardándola, como esa casa a la que hemos de volver:

Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero.
Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe,
el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas,
la sombra de un gran tiempo que pasó entre misterios y entre alucinaciones,
y también el pequeño temblor de las bujías en el anochecer.
Mi historia está en mis manos y en las manos con que otros las tatuaron.
De mi estadía quedan las magias y los ritos,
Unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado amor,
La humareda distante de la casa donde nunca estuvimos,
Y unos gestos dispersos entre los gestos de otros que no me conocieron.
Lo demás aún se cumple en el olvido,
Aún labra la desdicha en el rostro de aquella que se buscaba en mí
igual que en un espejo de sonrientes praderas,
y a la que tú verás extrañamente ajena:
mi propia aparecida condenada a mi forma de este mundo.
Ella hubiera querido guardarme en el desdén o en el orgullo,
en un último instante fulmíneo como un rayo,
no en el tumulto incierto donde alzo todavía la voz ronca y llorada
entre los remolinos de tu corazón.
No. Esta muerte no tiene descanso ni grandeza.
No puedo estar mirándola por primera vez durante tanto tiempo.
Pero debo seguir muriendo hasta tu muerte
porque soy tu testigo ante una ley más honda y más oscura
que los cambiantes sueños, allá, donde escribimos la sentencia:
"Ellos han muerto ya.
Se habían elegido por castigo y perdón, por cielo y por infierno.
Son ahora una mancha de humedad en las paredes del primer aposento".
 
(Las muertes)


César Seco (Venezuela, 1959). Poeta y ensayista. Bibliotecario y promotor cultural. Fundador de la Casa de la Poesía Rafael José Álvarez y de la Bienal de Literatura Elías David Curiel, en Coro su ciudad natal. Ha publicado: El laurel y la piedra (1991,24), Árbol sorprendido (1995,24), Oscuro Ilumina (1999,24), Mantis (2004,24), El Viaje de los Argonautas y otros poemas (2006,24), todos reunidos en Lámpara y silencio, antología poética (2007,24), publicada por Monte Ávila Editores en la Colección Altazor. En 2009 su libro de ensayos Transpoética fue editado por El perro y la rana en la colección Heterodoxia.  En 2014 la editorial Imaginaria ha publicado La playa de los ciegos, y Ediciones Madriguera,  El poeta de hoy día, ambos libros de poesía.  Miembro de los consejos de redacción de la las revista IMAGEN (Centro de Estudios Literarios Latinoamericanos Rómulo Gallegos) y POESIA (Departamento de Cultura de la Universidad de Carabobo). Colabora con distintas revistas nacionales y extranjeras, tanto impresas como digitales. 
Contacto: poesia_58@yahoo.com

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