30/4/14

Elena Poniatowska, una Sancho Panza para los sin tierra

La primer mujer en recibir el Premio Cervantes de Literatura


Contar… contar… contar… Eso hace Elena Poniatowska (escritora y periodista mexicana)  desde hace 60 años. Y eso mismo hace tras subir cinco escalones, dar siete pasos, otros ocho escalones, dos pasos y un escalón más, para convertirse en la primera mujer en subir al púlpito del paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares para dar su discurso de aceptación del 38º Premio Cervantes de Literatura. Y rompe doblemente la tradición: su traje autóctono y sus palabras, donde más que el autor de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha o el mismo Quijote, anduvo Sancho Panza.

No apareció cabalgando como Sancho Panza pero lo recordó, se comparó a él: “Soy una Sancho Panza femenina. (…) Una escritora que no puede hablar de molinos porque ya no los hay y en cambio lo hace de los andariegos comunes y corrientes que cargan su bolsa del mandado, su pico o su pala, duermen a la buena ventura y confían en una cronista impulsiva que retiene lo que le cuentan”.

La vida se escribe todos los días. Recuerda. Recalca.

Poniatowska, creadora de una obra que conjuga diferentes registros para ver la vida. El resultado, según el jurado del Cervantes, es “una brillante trayectoria literaria en diversos géneros, de manera particular en la narrativa y en su dedicación ejemplar al periodismo. Su obra destaca por su firme compromiso con la historia contemporánea. Autora de obras emblemáticas que describen el siglo XX desde una proyección internacional e integradora. Elena Poniatowska constituye una de las voces más poderosas de la literatura en español de estos días”.


Por Winston Manrique Sabogal
  (Fragmento)
Fuente: El País - Madrid - 24-6-2014 
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/04/22/actualidad/1398195340_185168.html
 

29/4/14

El soñador 

 

Lo que hemos hecho en estos días no es despedir a un hombre sino saludar a un mito.

Por: William Ospina


Cuando García Márquez empezaba a perder la memoria, un diario del continente tituló: “¿Y ahora quién recordará por nosotros?”. Gabo no sólo nos dio toda su memoria personal: la convirtió en un instrumento para nombrar y descifrar su mundo, y, a la cabeza de una generación admirable, cambió para el planeta la idea de América Latina.
En esa tarea lo habían precedido, entre otros, un nicaragüense: Rubén Darío; un mexicano: Alfonso Reyes; un chileno: Pablo Neruda; un argentino: Jorge Luis Borges, y otro mexicano: Juan Rulfo. Habían traído el ritmo, el rigor, el reconocimiento del territorio, la perplejidad creadora, el pensamiento mágico. García Márquez aportó la diablura, el colorido, la sensualidad, la exuberancia, la fiesta de las palabras, y un sentido realista de la fantasía que hizo que los sueños se parecieran a la vida y podría hacer que la vida se parezca a los sueños.
Toda felicidad verdadera es colectiva, y la obra de Gabriel García Márquez es el más feliz de los sueños que hayamos compartido. Pero no sólo nos hizo sentir a los latinoamericanos habitantes de la misma casa, sino que nos unió con el mundo.
Habíamos crecido como huéspedes tardíos de la historia, habíamos llegado tarde al diseño de la civilización, todas las metrópolis se creían con derecho a disponer de nuestro presente y a dictar nuestro futuro. Esa generación fue la primera que definitivamente les dijo a aquellos mandarines que ahora éramos los dueños de nuestro destino y los inventores de nuestros propios sueños.
Y si algo le añadió García Márquez a ese mosaico de ritmo, de rigor, de originalidad, de lucidez y de honda humanidad fue una alegría caribeña, una nitidez de las imágenes, una audacia de la imaginación, un dominio del canto y una fe en la vida tan elocuente que América Latina se sintió renacer en su voz, y el mundo entero la vio brotar como una flor desconocida entre las selvas de la historia, como un polen fecundo para las viejas culturas cansadas, y como una promesa.
Fue largo el camino para llegar a creer en nosotros: ahora comienza, ya ha comenzado, el camino, más largo aún, para reinventar la vida en este planeta en peligro. Después de Borges, después de Rulfo, después de Neruda, después de García Márquez, ya tendrán que contar con nosotros para el rediseño de la civilización.
García Márquez no quiso ya ser un hombre de perfil nacional; fue, como Bolívar, un luchador continental, un hombre del mundo, y un hombre de su época. Lo saludamos ante todo como un alto creador en el lenguaje, como lo que principalmente fue, como un poeta, pero nadie quiere olvidar al ser humano amistoso y mágico, al cantor de las fiestas, al amigo personal de quienes lo vieron así fuera una sola vez, al amigo personal de todos los que lo leen, al hombre comprometido con los cambios históricos, con la justicia y con la generosidad, a un maestro del buen vivir y del buen soñar, que no será jamás ceniza, porque está en el recuerdo vivo de miles de seres que le trasmitirán su memoria a las generaciones, y porque está siempre esperándonos en esas páginas que cambian corazones y que despiertan mundos.
El fervor que queremos en la tierra es el fervor que vive en sus páginas. También en ellas hay dolor y muerte, guerras y desastres, trenes que nos traían el progreso y que se alejaron cargados de muertos, pueblos errantes que llevan la cultura de un lado a otro, gitanos que polinizan el tiempo. También en ellas está ese coronel cuya carta no llega, el luchador que no tiene patria que le agradezca, el servidor al que los Estados y las sociedades olvidan, y barcos que se quedaron atrapados tierra adentro, que no tuvieron mar para el viaje, y seres que no pudieron escapar a la soledad, pero también gentes que no se mueren antes de alcanzar el amor, mujeres que centran el mundo, hombres atados para siempre a los árboles, y guerreros feroces que terminan sus días haciendo pescaditos de oro.
Rimbaud dijo que había que inventar el amor, y es cierto que al mundo hay que inventarlo continuamente. Hay quien dice que García Márquez inventó a América Latina, así como alguien dijo que Hokusai inventó al Japón. El mundo no es verbal, de modo que nombrarlo es de todas maneras inventarlo, pero una vez que se lo nombra ya es parte de la memoria de todos.
Él nos invitó a que propusiéramos desde la América Latina “una nueva y arrasadora utopía de la vida”. El nuestro es el continente donde se dio cita el mundo. Los humanos tenemos que aprender a respetar este planeta, pero para ello los poderes tienen que aprender a respetar a la humanidad. Porque no queremos un mundo en el que estorbe la humanidad.
Alguna vez le dije: “Gabo, a ti ya te leen más que al Espíritu Santo, y eso es pecado. Dime, ¿cuál es tu secreto?”. Y él me contestó: “La verdad es que sí tengo un secreto y te lo voy a revelar: todo consiste en impedir que el lector se despierte”.
Gabo: sigue impidiendo que nos despertemos, y nosotros nos encargaremos de que tú no dejes de soñar.

* William Ospina
- de EL ESPECTADOR - 28-4-2014 - Colombia 
 

26/4/14

Crónica de un desencuentro con García Márquez                             

 

JAIME CABRERA GONZÁLEZ [mediaisla] Me dediqué a la lectura de las obras de García Márquez sin proponerme acercarme a la persona como sí lo intentó un escritor de mi ciudad que acudió a quienes los podían relacionar hasta que alguien le dijo que para qué quería que le presentaran a alguien que nunca iba a ser su amigo…

Hay a la entrada de muchos establecimientos en Key West o Cayo Hueso, Florida, una placa que dice que ahí estuvo Ernest Hemingway aunque se sabe que asistía todos los días al Sloopy Joe’s Bar; sólo en un sitio leí un letrero que afirmaba, más bien advertía a sus clientes, que ahí nunca estuvo el autor de Por quién doblan las campanas. Ahora que proliferan los que mencionan por todos los medios que conocieron personalmente a Gabriel García Márquez; que muchos de mis amigos escritores recuerdan haber tenido algún encuentro con él; que tantos allegados me han mostrado una foto en que están con el autor de Cien años de soledad, yo tengo que anotar, que no lo conocí, ni lo vi nunca en mi vida (con excepción de las entrevistas en la tele o en fotografías). No tuve esa fortuna —tampoco lo intenté ni siquiera en mis días de fiebre macondiana— que en este momento me hubiera permitido titular estas líneas como “Mi encuentro con Gabito”. Así con esa confianza con que llaman a cualquier Gabriel en la Región Caribe colombiana y no con el Gabo de mis compatriotas del interior del país (que fue también el hipocorístico que caló en el resto del mundo) ni el GGM de la prensa.

Pero de tanto verlo (y leerlo) a veces creo haberlo conocido. Se volvió tan cercano como el tío Reynaldo, el único intelectual de mi familia. Me contaba Virginia Bennett, una amiga fotógrafa, que en la sala de su casa había tres imágenes debidamente enmarcadas: la del Sagrado Corazón de Jesús, la del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán y la del cantante de tangos Carlos Gardel. En mi casa, además del Sagrado Corazón y una Última Cena por lo menos en mi cuarto de adolescente había un enorme afiche con la cara de Gabriel García Márquez que me acostumbré a ver junto a los carteles de Marilyn Monroe y Brigitte Bardot y, más tarde, mucho más tarde, uno de Nastassja Kinski con una serpiente pitón enroscada en su cuerpo desnudo. Además, el haber crecido en pleno estallido del llamado Boom literario latinoamericano hizo que la figura del creador de Macondo estuviera todos los días en los periódicos y se convirtiera en parte de la conversación en la mesa o en las mecedoras de la terraza a la hora de las tertulias casi como un pariente más al que se le alaba o se le censura cualquier actuación.

Acudo al poeta Raúl Gómez Jattin y hago una paráfrasis de uno de sus poemas: los escritores son para leerlos y hay que dejar de hacerle caso a lo que hagan con sus vidas. Me dediqué a la lectura de las obras de García Márquez sin proponerme acercarme a la persona como sí lo intentó un escritor de mi ciudad que acudió a quienes los podían relacionar hasta que alguien le dijo al calor de unas cervezas frías que para qué quería que le presentaran a alguien que nunca iba a ser su amigo; quizás hoy al fallecimiento de García Márquez mi amigo escritor cuente mejor esa anécdota que cabe en la antología de los que no lo conocimos. En un correo electrónico me recuerda el profesor Livingston Crawford, un amigo que vive en Lima, que existe una praxis cultural en decir que hubo algún tipo de encuentro cercano cuando un personaje reconocido fallece y agrega en su email el caso del citado poeta cuando, por cierto, un trabajador de García Márquez dijo a la prensa que el día anterior a la muerte de Gómez Jattin éste le había regalado un hipocampo. Y Crawford termina diciendo que no sabe de dónde sacó esto, no el animalejo (que debe de haberlo extraído del mar cartagenero), sino la palabreja. Nadie en esas tierras ni sus alrededores se refería a un caballito de mar por otro nombre así labore en la casa de un Premio Nobel de Literatura. Todo para justificar que había conocido al poeta muerto.

Mi único  y verdadero encuentro

Existe una pregunta que a menudo se formula cuando pasa un hecho sin precedente que marca un hito, de esas del tipo de qué hacías cuando el apagón de Nueva York; en Colombia, en dónde estabas cuando mataron a Gaitán; o más recientemente, qué estabas haciendo cuando te enteraste que dos aviones acababan de impactar las Torres Gemelas y la TV empezó a trasmitir las incidencias de los ataques de aquel 11 de septiembre de 2001. Una de esas sería: cuándo o en qué circunstancia leíste la primera obra de García Márquez. Para algunos la respuesta será sencilla y quizás no haya detrás anécdota alguna. A mí, por diferentes razones, me cambió la manera de ver la realidad, marcó mi gusto y me motivó a contar.

Entré en la obra de Gabriel García Márquez por la puerta de Cien años de soledad cuando ya Macondo llevaba cuatro novelas y el libro más de dos años de publicado. Yo tenía 12 años y cursaba Primero de Bachillerato en el que sería el colegio de toda mi vida: el Colegio Americano de Barranquilla. Recuerdo que el profesor Rodrigo Ebrath, un hombre que estaba al día en materia literaria y bibliográfica, dijo un día en la clase a manera de información general —aunque lo escribió en el pizarrón— que existía una novela titulada Cien años de soledad, escrita por un escritor de Aracataca, Gabriel García Márquez; en su breve exposición del argumento citó la gota que llenaría el vaso de mi interés: la masacre llevada a cabo en Ciénaga y en la zona aledaña conocida como Matanza de las Bananeras. No sé si otros de los compañeros tuvieron en cuenta aquella invitación a la lectura, de lo que sí puedo dar fe es que para mí de inmediato la hubo y vencí mi timidez para hacer un par de preguntas. Yo debía leer ese libro simplemente porque entre esas páginas debería estar mi abuelo.

Desde pequeño escuché la historia de mi abuelo materno, Juan González, de qué manera se había salvado de morir el 6 de diciembre de 1928, día en que el gobierno de Miguel Abadía Méndez, con el general Carlos Cortés Vargas a la cabeza, reprimió con balas (muchas dum-dum) la huelga que llevaban a efecto los trabajadores de la United Fruit Company (también llamada Compañía Frutera de Sevilla) y en donde hubo mucho más muertos que los declarados de forma oficial. Ni mi hermana Beatriz ni yo nos cansábamos de oír aquel relato y esperábamos una nueva oportunidad para escucharlo aunque abuelo no agregara nada nuevo a la narración ni sobre las dos balas que recibió, una en la muñeca y otra en el abdomen, fuera de hacer que las tocáramos porque aún reposaban en su cuerpo y que fotografió Gaitán en su investigación para el debate que llevaría al Congreso. Por eso cuando supe que existía un libro que se refería al tema, me propuse leerlo y encontrar más sobre esa historia. Y como, además, conocía la palabra “Macondo”, no sólo por lo que abuelo decía de cierto árbol, sino porque se refería a una finca con ese nombre y no a un pueblo como había expresado el profesor.

Mi primera búsqueda fue en la biblioteca del colegio en donde no encontré el nombre del libro en el fichero; y cuando le pregunté a la señora que hacía las veces de bibliotecaria que si tenía Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, se quedó mirando como dicen los campesinos miran las gallinas a los sapos. Como en mi casa no había las condiciones económicas para pedirle a mi papá que, además de la ya costosa lista de libros de mi hermana y mía, sacara dinero para un nuevo libro (que nadie me había pedido leyera ni era obligatorio adquirir), ni siquiera lo mencioné. Mi papá que era un gran lector compraba los libros en Pica-Pica, un callejón del mercado en donde vendían libros de segunda mano o compraba y memorizaba cuadernillos de poesía que vendían a muy bajo precio que luego declamaba cuando se tomaba algunos tragos. Así que nuestra biblioteca estaba conformada por libros viejos y poemarios deshojados. Entonces se me ocurrió la idea de consultar a los amigos de mi papá, aquellos con los que no jugaba dominó sino que hablaba de Literatura.

Tuve la suerte de que en mi primer intento de conseguir Cien años de soledad prestado sólo tuve que acudir a la puerta del vecino más cercano, don Aníbal Mendoza, un empleado de una línea aérea que estaba al tanto por la prensa de los nuevos títulos editoriales y que compraba libros cada semana, que estaba suscrito a Círculo de lectores y que recibía a los vendedores de enciclopedia que tocaban a su puerta. Cuando le pregunté si tenía el libro, me dijo que sí y que después de la siesta lo buscaría y me lo llevaría a casa. Aguardé el momento de tener el libro en mis manos para empezar a leerlo y llegar al capítulo que en realidad me interesaba; el de la Matanza. Resulta que un poco antes de la hora convenida apareció por casa una abogada entrada en años y solterona, una de esas vecinas que tiene una opinión para todo y se creen con un poder especial para censurar, criticar y ordenar con acento militar. Así que cuando don Aníbal apareció con Cien años de soledad, la mujer puso el grito en el cielo. Que cómo era posible que me fuera a dar a leer un libro lleno de vulgaridades, que esa no era lectura para un niño y ahí se explayó en términos y reproches como si la hubieran ofendido. Y hubiera convencido a todos, al vecino y a mi familia, si yo no hubiera mentido —aún a costa de que la mujer hubiera ido al colegio a censurar al profesor y a la actual enseñanza— y dije que se trataba de una tarea. Entonces supe que antes de que la vecina volviera de descruzarse de brazos y atacara tenía que leer la novela a toda prisa. Antes había leído a paso de tortuga El Quijote, María de Jorge Isaacs y La vorágine de José Eustasio Rivera, todas por recomendación de mi papá.

Leí Cien años de soledad en el baño de mi casa entre un viernes por la tarde y la noche del domingo en que mi mamá pensó en que tendría que llevarme a primera hora del lunes al consultorio de nuestro médico si no se me componía el estómago, que era mi excusa para entrar tantas veces al retrete. Me bastó la primera página para no querer detenerme, ya no me importaba la historia de mi abuelo, ni las que había oído en esos viajes por la zona bananera en que acompañaba a Inocenta Daza, mi abuela, en un tren de madera que iba de pueblo en pueblo entre plantaciones de banano y se detenía en estaciones como la de Aracataca. Ahí estaba todo junto que podía leer como si se tratara de un cuento infantil en que tenía la potestad de entrar y hacer parte. Era el mundo en que había crecido cada vez que llegaban las vacaciones e iba a Ciénaga y estaban los nombres, que como también en mi familia, se repetían; había cada aventura que ni siquiera muchos años después frente a los llamados libros clásicos juveniles habría de borrarse de mi memoria.

A partir de aquella lectura empezó mi búsqueda de qué más había publicado de García Márquez, indagación que coincidió con el libro que había recomendado el profesor y que yo no le había prestado atención obnubilado con lo que había contado de Cien años de soledad porque se había referido a esta obra sólo a guisa de referencia del libro que había programado para nuestra lectura: El coronel no tiene quien le escriba. Y ahí vino mi segundo gran encuentro. Cómo era posible mantener mi atención con una historia tan sencilla que creo leí en una tarde y que abría aún más mi apetito de lector. De ahí fui hacia atrás, hacía las primeras novelas: La hojarasca y La mala hora y los cuentos de Los funerales de la Mama Grande. Y ya casi al final del bachillerato, puesto al día, como una feliz coincidencia una joven pensionada que vivía en mi casa se ganó en una rifa que hicieron en la universidad en donde estudiaba biología el libro La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada y como ella veía que yo leía el tomito Ojos de perro azul me regaló su premio con una dedicatoria escrita con su letra de maestra de escuela enamorada.

El tercer gran sobresalto llegó con El Otoño del Patriarca. La estructura del libro, esa espiral poética me Cien años de soledad y siempre encontraba nuevas cosas como si el autor —en palabras del novelista Álvaro Cepeda Samudio— entrara por la noche a mi alcoba y pusiera más páginas, acción que según el creador de La casa grande, no sucede en las bibliotecas públicas porque están muy vigiladas. O escuchaba a mi tío Luis Lino Torregrosa hablar de Gabito y luego ser capaz de recitar varias páginas de Cien años de soledad como si se tratara de un poema, uno más de aquella colección de la poesía piedracielista que tanto le gustaba y que soltaba sin aviso y sin descanso.
arrastró por varios días en que no paré de leerlo sin medir las consecuencias por las clases a las que dejé de asistir en la Universidad y el riesgo de perder el semestre por estar próximo a los exámenes finales… La novela me abrió nuevos horizontes y aunque para entonces mi universo literario se había ido ampliando y enriqueciendo con otros autores, seguir a García Márquez me devolvía aquella sensación inicial de gozo. No sé cuántas veces leí Cien años de soledad y siempre encontraba nuevas cosas como si el autor —en palabras del novelista Álvaro Cepeda Samudio— entrara por la noche a mi alcoba y pusiera más páginas, acción que según el creador de La casa grande, no sucede en las bibliotecas públicas porque están muy vigiladas. O escuchaba a mi tío Luis Lino Torregrosa hablar de Gabito y luego ser capaz de recitar varias páginas de Cien años de soledad como si se tratara de un poema, uno más de aquella colección de la poesía piedracielista que tanto le gustaba y que soltaba sin aviso y sin descanso.

Y siguió Crónica de una muerte anunciada y el Premio Nobel y El amor en los tiempos del cólera y todos los títulos harto conocidos de sus novelas y su vasta obra periodística a la par que se escribían ensayos, estudios y biografías y anécdotas y aparecieron los gabólogos y de tanto verme reflejado en mi sobrino Richard (una nueva generación) que empezó a leerlo a la misma edad de mi descubrimiento de Cien años de soledad, de tanto tanto, Gabriel García Márquez se convirtió en alguien que ya creía conocer, que no necesitaba salir a buscar, que lo podía encontrar por ahí y saludar como se saluda uno con un viejo amigo de la familia, con un antiguo vecino: “Ajá y qué hay de nuevo en Macondo…” Por eso cuando me enteré que había muerto, en un principio me asaltó aquella frase suya de que no había que creer todo lo que aparecía en las noticias, luego se derrumbó la idea de que estaría toda la vida, que era inmortal y, finalmente, tuve la misma sensación de orfandad infinita del día que mi hermana menor, Margarita, me llamó a Miami Beach desde Barranquilla para decirme que se nos había ido mi papa. Sí, fue como si mi papá se hubiera muerto por segunda vez.

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JAIME CABRERA GONZÁLEZ (Barranquilla, Colombia, 1957). Estudió en el Colegio Americano; obtuvo el título de arquitecto en la Universidad del Atlántico, profesión que abandonó para vivir del cuento. Desde 1993 viven en los Estados Unidos en donde ha ejercido el periodismo; ha ganado varios concursos de cuento en Colombia y otros países. Ha publicado Como si nada pasara (1996) y Miss Blues 104°F (mediaIsla, 2014).

Fuente:  http://mediaisla.net/revista/2014/04/cronica-de-un-desencuentro-con-garcia-marquez/

21/4/14


Los dos Gabos

(1927-2014)

Gabriel García Márquez, retrato de la autoría de Fernando Maldonado

Por Gustavo Adolfo Quesada Vanegas*
Ahora es la hora de recostar un taburete a la puerta de la calle y empezar a contar desde el principio los pormenores de esta conmoción nacional, antes de que tengan tiempo de llegar los historiadores.  Gabriel García Márquez. Los funerales de la mama grande.

La generación de colombianos que en los años sesenta y los setenta del siglo XX abrió los ojos políticos, estéticos y científicos en este país flagelado por toda clase de despropósitos, se encontró con un pacto político, el Frente Nacional, que a través de componendas de los partidos tradicionales aplazaba todas las reformas y autorizaba la expresión política solo a los liberales y a los conservadores. El perdón y el olvido fueron las consignas para ocultar y acallar la culpa de 300.000 campesinos asesinados en menos de 15 años. Mientras tanto en el horizonte despuntaban la Revolución Cubana y la Revolución China, la Guerra Fría, el conflicto ruso-chino, la insurgencia por toda América del Sur y el Caribe, los movimientos por los derechos civiles en Estados Unidos, el hipismo, el rock y la contracultura, la Guerra de Vietnam y Mayo del 68 en Francia. La modernización imperialista de nuestro país campeaba a sus anchas y el FMI imponía, sin resistencias, sus dictados. Era obvia la inconformidad y diaria la protesta. La música, la pintura, la poesía, el teatro buscaban nuevos caminos de expresión. En el fondo, dando tonos y visos al lenguaje y sentido a la sensibilidad, con Cortázar, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Lezama Lima, José Donoso, Augusto Roa Bastos, Fernando del Paso, Gabriel García Márquez y otros, emergía una generación de escritores que desarticulando las formas tradicionales del lenguaje y experimentado con los tiempos y los espacios, el sueño y la vigilia y la lucidez y el delirio,  afirmaba con la narrativa su profundo compromiso social. Por supuesto no eran unánimes ni uniformes y algunos no persistieron en su compromiso, pero con independencia de los ciclos personales, bautizaron otra vez nuestro continente, poniendo nombre a las cosas y redescubriendo la historia, lo que quiere decir contándola de nuevo. Nosotros devorábamos,  La hojarasca, Los funerales de la mamá grande, La mala hora, El coronel no tiene quien le escriba, Cien años de soledad y El otoño del patriarca para no mencionar sino algunas de las obras de García Márquez que más circularon en su momento, y las convertíamos en artillería pesada de nuestra visión de América Latina y Colombia, de nuestro humor y nuestra ironía.
Ahora mientras todos los medios y las personalidades de la farándula política publican su foto al lado de nuestro Nobel y todos juran haber sido sus confidentes y amigos, ocultando que auparon la persecución o la suscitaron, sobre un escritor comprometido con las causas sociales, es bueno recordar que García Márquez mantuvo una irreconciliable posición antiimperialista y radicalmente crítica frente a las oligarquías colombianas y latinoamericanas que no han vacilado ni siquiera en pagar la deuda externa con el mar como en El otoño del patriarca:

Salga a la calle y mírele la cara a la verdad, excelencia, estamos en la curva final, o vienen los infantes o nos llevamos el mar, no hay otra, excelencia, no había otra, madre, de modo que se llevaron el Caribe en abril, se lo llevaron en piezas numeradas los ingenieros náuticos del embajador Ewing para sembrarlo lejos de los huracanes en las auroras rojas de sangre de Arizona, se lo llevaron con todo lo que tenía dentro, mi general, con el reflejo de nuestras ciudades, nuestros ahogados tímidos, nuestros dragones dementes (…) sólo dejaron la llanura desierta de áspero polvo lunar que él veía pasar por las ventanas con el corazón oprimido.

Más allá de la validez de los innumerables estudios producidos y por producir sobre la obra de García Márquez, todos válidos por la profundidad de su obra, resaltamos en este momento su poética de la historia. Esta poética permitió el paso a la literatura de nuestras guerras civiles, épicas del fracaso, le dio verdad a la Matanza de las Bananeras, hizo de todos los dictadores un solo dictador y a los “amores contrariados” una disculpa para penetrar en nuestra cultura y nuestra sensibilidad, en las que la imaginería popular construye realidades más reales que la propia realidad y por lo tanto más actuantes y definitivas. ¿Cuál mejor Bolívar que el general navegando aguas arriba por el Magdalena llevando sobre los hombros todo el fracaso de una guerra de quince años? Esta poética denuncia, además, página tras página y en medio de los exabruptos de la naturaleza y las locuras de los hombres, la tragedia de un país asolado por señores de la tierra, embajadores, curas que levitan y marcan con ceniza a quienes se debe ajusticiar, abogados y militares que no vacilan en ordenar la muerte de cientos de trabajadores para defender los intereses de las multinacionales. Bastaría con releer la enumeración de los “bienes morales” de la Mamá Grande para encontrar de cuerpo entero a nuestras elites, así ahora se disfracen de modernas e informáticas y asistan a sus homenajes, callando que hasta hace poco movían los servicios de inteligencia para “demostrar” su complicidad con los insurgentes, al igual que lo hicieron con Feliza Bursztyn y Luis Vidales. Este es el García Márquez que pertenece a los colombianos y a las aguas profundas de nuestra historia. La desmesura del asesinato de los hijos de Aureliano Buendía es la desmesura de los paramilitares coludidos con curas, políticos y dueños de la tierra que siguen devastando nuestra patria. En García Márquez los desafueros de la imaginación son metáforas de las atrocidades de la realidad.

* Escritor y catedrático colombiano
- Con-fabulación Nº 324 - Colombia