EN EL CENTENARIO DEL NATALICIO DE AUGUSTO MONTERROSO: LAS MOSCAS
AUGUSTO MONTERROSO
Quiero mudar de estilo y de razones.
Lope de Vega
Hay
tres temas: el amor, la muerte y las moscas. Desde que el hombre existe, ese
sentimiento, ese temor, esas presencias lo han acompañado siempre. Traten otros
los dos primeros. Yo me ocupo de las moscas, que son mejores que los hombres,
pero no que las mujeres. Hace años tuve la idea de reunir una antología
universal de la mosca. La sigo teniendo. Sin embargo, pronto me di cuenta de
que era una empresa prácticamente infinita. La mosca invade todas las
literaturas y, claro, donde uno pone el ojo encuentra la mosca. No hay
verdadero escritor que en su oportunidad no le haya dedicado un poema, una
página, un párrafo, una línea; y si eres escritor y no lo has hecho te aconsejo
que sigas mi ejemplo y corras a hacerlo; las moscas son Euménides, Erinias; son
castigadoras. Son las vengadoras de no sabemos qué; pero tú sabes que alguna
vez te han perseguido y, en cuanto lo sabes, que te perseguirán para siempre.
Ellas vigilan. Son las vicarias de alguien innombrable, buenísimo o maligno. Te
exigen. Te siguen. Te observan. Cuando finalmente mueras es probable, y triste,
que baste una mosca para llevar quién puede decir a dónde tu pobre alma
distraída. Las moscas transportan, heredándose infinitamente la carga, las
almas de nuestros muertos, de nuestros antepasados, que así continúan cerca de
nosotros, acompañándonos, empeñados en protegernos. Nuestras pequeñas almas
transmigran a través de ellas y ellas acumulan sabiduría y conocen todo lo que
nosotros no nos atrevemos a conocer. Quizá el último transmisor de nuestra
torpe cultura occidental sea el cuerpo de esa mosca, que ha venido
reproduciéndose sin enriquecerse a lo largo de los siglos. Y , bien mirada,
creo que dijo Milla (autor que por supuesto desconoces pero que gracias a
haberse ocupado de la mosca oyes mencionar hoy por primera vez), la mosca no es
tan fea como a primera vista parece. Pero es que a primera vista no parece fea,
precisamente porque nadie ha visto nunca una mosca a primera vista. A nadie se
le ha ocurrido preguntarse si la mosca fue antes o después. En el principio fue
la mosca. (Era casi imposible que no apareciera aquí eso de que en el principio
fue la mosca o cualquier otra cosa. De esas frases vivimos. Frases mosca que,
como los dolores mosca, no significan nada. Las frases perseguidoras de que
están llenas nuestros libros.) Olvídalo. Es más fácil que una mosca se pare en
la nariz del papa que el papa se pare en la nariz de una mosca. El papa, o el
rey o el presidente (el presidente de la república, claro; el presidente de una
compañía financiera o comercial o de productos equis es por lo general tan
necio que se considera superior a ellas) son incapaces de llamar a su guardia
suiza o a su guardia real o a sus guardias presidenciales para exterminar una
mosca. Al contrario, son tolerantes y, cuando más, se rascan la nariz. Saben. Y
saben que también la mosca sabe y los vigila; saben que lo que en realidad
tenemos son moscas de la guarda que nos cuidan a toda hora de caer en pecados
auténticos, grandes, para los cuales se necesitan ángeles de la guarda de
verdad que de pronto se descuiden y se vuelvan cómplices, como el ángel de la
guarda de Hitler, o como el de Jonhson. Pero no hay que hacer caso. Vuelve a
las narices. La mosca que se posó en la tuya es descendiente directa de la que
se paró en la de Cleopatra. Y una vez más caes en las alusiones retóricas
prefabricadas que todo el mundo ha hecho antes. Pues a pesar tuyo haces
literatura. La mosca quiere que la envuelvas en esa atmósfera de reyes, papas y
emperadores. Y lo logra. Te domina. No puedes hablar de ella sin sentirte
inclinado hacia la grandeza. Oh, Melville, tenías que recorrer los mares para
instalar al fin esa gran ballena blanca sobre tu escritorio de Pittsfield,
Massachussetts, sin darte cuenta de que el Mal revoloteaba desde mucho antes
alrededor de tu helado de fresa en las calurosas tardes de niñez y, pasados los
años, sobre ti mismo en el crepúsculo te arrancabas uno que otro pelo de la
barba dorada leyendo a Cervantes y puliendo tu estilo; y no necesariamente en
aquella enormidad informe de huesos y esperma incapaz de hacer mal alguno sino
a quien interrumpiera su siesta, como el loquito Ahab. ¿Y Poe y su cuervo?
Ridículo. Tú mira la mosca. Observa. Piensa.
Fuente: EL CIERVO HERIDO, un blog de Omar González:
https://elciervoherido.wordpress.com/2017/03/04/las-moscas-augusto-monterroso/
Tomado del libro MOVIMIENTO PERPETUO, de Augusto Monterroso, 1972.