25/2/16


Construir al enemigo
Umberto Eco
                                                                                   

Nacido el 5 de enero de 1932, en Alessandria, Italia y  fallecido en Milán el 19 de febrero de 2016, Humberto Eco, constituye uno de los más grandes legados literarios del presente siglo.
Autor entre otros de exquisitos y polémicos títulos como: El nombre de la rosa, El péndulo de Foucault, Número zero, El cementerio de Praga, Baudolino y La isla del día de antes, Eco Filósofo y Semiólogo, y de célebres frases como: "Cuando consideramos un libro, no debemos preguntarnos qué dice, sino qué significa", ha recibido los más altos honores del gobierno italiano y los más significativos reconocimientos del mundo intelectual. No obstante, como a su entrañable Borges de quien se consideraba uno de los mayores admiradores, tampoco le fue otorgado el tan merecido Premio Nobel de Literatura por parte de la Academia sueca. 


CONSTRUIR AL ENEMIGO
Ensayo de Umberto Eco

Hace algunos años, en Nueva York, me tocó un taxista cuyo nombre era difícil de descifrar y me aclaró que era paquistaní. Me preguntó de dónde era yo y le contesté que italiano. Me preguntó que cuántos éramos y se quedó asombrado de que fuéramos tan pocos y de que nuestra lengua no fuera el inglés.
Por último me interrogó sobre cuáles eran nuestros enemigos. Ante mi «¿Perdone?», aclaró despacio que quería saber con qué pueblos estábamos en guerra desde hacía siglos por reivindicaciones territoriales, odios étnicos, violaciones permanentes de fronteras, etc. Le dije que no estábamos en guerra con nadie. Con aire condescendiente me explicó que quería saber quiénes eran nuestros adversarios históricos, esos que primero ellos nos matan y luego los matamos nosotros o viceversa. Le repetí que no los tenemos, que la última guerra la hicimos hace más de medio siglo, entre otras cosas, empezándola con un enemigo y acabándola con otro.
No estaba satisfecho. ¿Cómo es posible que haya un pueblo que no tiene enemigos? Nada más bajarme, dejándole dos dólares de propina para recompensarle por nuestro indolente pacifismo, se me ocurrió lo que debería haberle contestado, es decir, que no es verdad que los italianos no tienen enemigos. No tienen enemigos externos y, en todo caso, no logran ponerse de acuerdo jamás para decidir quiénes son, porque están siempre en guerra entre ellos: Pisa contra Lucca, güelfos contra gibelinos, nordistas contra sudistas, fascistas contra partisanos, mafia contra Estado, gobierno contra magistratura. Y es una pena que por aquel entonces todavía no se hubiera producido la caída de los dos gobiernos de Romano Prodi, porque le habría podido explicar mejor qué significa perder una guerra por culpa del fuego amigo.
Ahora bien, reflexionando sobre aquel episodio, me he convencido de que una de las desgracias de nuestro país, en los últimos sesenta años, ha sido precisamente no haber tenido verdaderos enemigos. La unidad de Italia se hizo gracias a la presencia de los austriacos o, como quería el poeta Giovanni Berchet, del irto, increscioso alemanno («el híspido y engorroso alemán»); Mussolini pudo gozar del consenso popular incitándonos a vengarnos de la victoria mutilada, de las humillaciones sufridas en Dogali y Adua, así como de las demoplutocracias judaicas que nos imponían sus inicuas sanciones. Véase qué le sucedió a Estados Unidos cuando desapareció el imperio del mal y se disolvió el gran enemigo soviético. Peligraba su identidad hasta que Bin Laden, acordándose de los beneficios recibidos cuando lo ayudaban contra la Unión Soviética, tendió hacia Estados Unidos su mano misericordiosa y le proporcionó a Bush la ocasión de crear nuevos enemigos reforzando el sentimiento de identidad nacional y su poder.
Tener un enemigo es importante no solo para definir nuestra identidad, sino también para procurarnos un obstáculo con respecto al cual medir nuestro sistema de valores y mostrar, al encararlo, nuestro valor. Por lo tanto, cuando el enemigo no existe, es preciso construirlo. Véase la generosa flexibilidad con la que los naziskins de Verona elegían como enemigo a quienquiera que no perteneciera a su grupo, con tal de reconocerse como tales. Pues bien, en esta ocasión no nos interesa tanto el fenómeno casi natural de identificar a un enemigo que nos amenaza como el proceso de producción y demonización del enemigo.
En las Catilinarias (II, 1-10), Cicerón no debería haber sentido la necesidad de bosquejar una imagen del enemigo, porque tenía las pruebas de la conjura de Catilina. Pero lo construye cuando, en la segunda oración, les presenta a los senadores la imagen de los amigos de Catilina, reverberando su halo de perversidad moral sobre el principal acusado:
Paréceme estarles viendo en sus orgías recostados lánguidamente, abrazando mujeres impúdicas, debilitados por la embriaguez, hartos de manjares, coronados de guirnaldas, inundados de perfumes, enervados por los placeres, eructando amenazas de matar a los buenos y de incendiar a Roma. […] Les reconoceréis en lo bien peinados, elegantes, unos sin barba, otros con la barba muy cuidada; con túnicas talares y con mangas, en que gastan togas tan finas como velos. […] Estos mozalbetes tan pulidos y delicados no solo saben enamorar y ser amados, cantar y bailar, sino también clavar un puñal y verter un veneno.
El moralismo de Cicerón, al final, será el mismo de Agustín, que estigmatizará a los paganos porque, a diferencia de los cristianos, frecuentan circos, teatros, anfiteatros y celebran fiestas orgiásticas.
Los enemigos son distintos de nosotros y siguen costumbres que no son las nuestras.
Uno diferente por excelencia es el extranjero. Ya en los bajorrelieves romanos los bárbaros aparecen barbudos y chatos, y el mismo apelativo de bárbaros, como es sabido, hace alusión a un defecto de lenguaje y, por lo tanto, de pensamiento.
Ahora bien, desde el principio se construyen como enemigos no tanto a los que son diferentes y que nos amenazan directamente (como sería el caso de los bárbaros), sino a aquellos que alguien tiene interés en representar como amenazadores aunque no nos amenacen directamente, de modo que lo que ponga de relieve su diversidad no sea su carácter de amenaza, sino que sea su diversidad misma la que se convierta en señal de amenaza.
Véase lo que dice Tácito de los judíos: «Consideran profano todo lo que nosotros tenemos por sagrado, y todo lo que nosotros aborrecemos por impuro es para ellos lícito» (y me viene a la cabeza el repudio anglosajón por los comedores de ranas franceses o el repudio alemán por los italianos que abusan del ajo). Los judíos son «raros» porque se abstienen de comer carne de cerdo, no ponen levadura en el pan, se entregan al ocio el séptimo día, se casan solo entre ellos, se circuncidan (fíjense) no porque se trate de una norma higiénica o religiosa sino «para marcar su diversidad», entierran a los muertos y no veneran a nuestros Césares. Una vez demostrado lo distintas que son algunas costumbres auténticas (circuncisión, descanso del sábado), se puede subrayar aún más la diversidad introduciendo en el retrato costumbres legendarias (consagran la efigie de un asno, desprecian a padres, hijos, hermanos, patria y dioses).
Plinio no encuentra cargos significativos contra los cristianos, puesto que ha de admitir que no se dedican a cometer delitos sino solo a llevar a cabo acciones virtuosas. Aun así, los condena a muerte porque no sacrifican al emperador y esa obstinación en rechazar algo tan obvio y natural establece su diversidad.
Una nueva forma de enemigo será, más tarde, con el desarrollo de los contactos entre los pueblos, no solo el que está fuera y exhibe su extrañeza desde lejos, sino el que está dentro, entre nosotros. Hoy lo llamaríamos el inmigrado extracomunitario, que, de alguna manera, actúa de forma distinta o habla mal nuestra lengua, y que en la sátira de Juvenal es el graeculo listo y timador, descarado, libidinoso, capaz de tender sobre el lecho a la abuela de un amigo.

Con-fabulación Nº 410 - Colombia

14/2/16

PREHISTORIA DEL AMOR                                                              

Un ballo in maschera, 1983. George Tooker.
Un ballo in maschera, 1983. George Tooker.
Imagen obtenida de: http://kemperartmuseum.wustl.edu/collection/explore/
artwork/1858
Prehistoria del amor (*)
Selección Héctor J. Freire
hectorfreire@elpsicoanalitico.com.ar
Al comenzar estas reflexiones señalé las afinidades entre erotismo y poesía: el primero es una metáfora de la sexualidad, la segunda una erotización del lenguaje.  La relación entre amor y poesía no es menos sino más íntima. Primero la poesía lírica y después la novela –que es poesía a su manera- han sido constantes vehículos del sentimiento amoroso. Lo que nos han dicho los poetas, los dramaturgos y los novelistas sobre el amor no es menos precioso y profundo que las meditaciones de los filósofos. Y con frecuencia es más cierto, más conforme a la realidad humana y psicológica.

Los amantes platónicos, tal como los describe El Banquete, son escasos; no lo son las emociones que, en unas cuantas líneas, traza Safo al contemplar una persona amada:

Igual parece a los eternos dioses
Quien logra verse frente a ti sentado:
¡Feliz si goza tu palabra suave,
Suave tu risa!
A mí en el pecho el corazón se oprime
Sólo en mirarte: ni la voz acierta
De mi garganta a prorrumpir; y rota
Calla la lengua.
Fuego sutil dentro mi cuerpo todo
Presto discurre: los inciertos ojos
Vagan sin rumbo, los oídos hacen
Ronco zumbido.
Cúbrome toda de sudor helado:
Pálida quedo cual marchita hierba
Parezco muerta.

No es fácil encontrar en la poesía griega poemas que posean ésta concentrada intensidad,  pero abundan composiciones con asuntos semejantes al de la poetisa, salvo que no son lésbicos. (En esto Safo también fue excepcional: el homosexualismo femenino, al contrario del masculino, apenas aparece en la literatura griega)
Las fronteras entre erotismo y amor son movedizas; sin embargo, no me parece arriesgado afirmar que la gran mayoría de los poemas griegos son más eróticos que amorosos. Esto también es aplicable a la Antología latina. Algunos de esos breves poemas son inolvidables: los de Meleagro, varios atribuidos a Platón, algunos a Filodemo y, ya en el período bizantino, los de Paulo el Silenciario. En todos ellos vemos – y sobre todo oímos – al amante en sus diversos estados de ánimo – el deseo, el goce, la decepción, los celos, la dicha efímera – pero nunca al otro o a la otra ni a sus sentimientos y emociones. Tampoco hay diálogos de amor – en el sentido de Shakespeare y de Lope de Vega – en el teatro griego. Egisto y Clitemnestra están unidos por el crimen, no por el amor: son cómplices, no amantes; la pasión solitaria devora a Fedra y los celos a Medea. Para encontrar prefiguraciones  y premoniciones de lo que sería el amor entre nosotros hay que ir a Alejandría y a Roma. El amor nace en la gran ciudad.

El primer gran poema del amor es obra de Teócrito: La hechicera.  Fue escrito en el primer cuarto del siglo III a.C. y hoy, más de dos mil años después, leído en traducciones que por buenas que sean no dejan de ser traducciones, conserva intacta su carga pasional. El poema es un largo monólogo de Simetha, amante abandonada de Delfis. Comienza con una invocación a la luna en sus tres manifestaciones: Artemisa, Selene y Hécate, la Terrible. Sigue la entrecortada relación de Simetha, que da órdenes a su sirvienta para que ejecute esta o aquella parte del rito negro al que ambas se entregan. Cada uno de esos sortilegios está marcado por un punzante estribillo: pájaro mágico, devuélveme a mi amante, tráela a mi casa. Mientras la criada esparce en el suelo un poco de harina quemada, Simetha dice: “son los huesos de Delfis”. Al quemar una rama de laurel, que chisporrotea y se disipa sin dejar apenas ceniza, condena al infiel: “que así se incendie su carne…”. Después de ofrecer tres libaciones a  Hécate, arroja al fuego una franja del manto que ha olvidado Delfis en su casa y prorrumpe: “¿por qué, Eros cruel, te has pegado a mi carne como una sanguijuela?, ¿por qué chupas mi sangre negra?”.

Al terminar su conjuro, Simetha le pide a su acólita que esparza unas yerbas en el umbral de Delfis y escupa sobre ellas diciendo: machaco sus huesos”.  Mientras Simetha recita sus sortilegios, se le escapan confesiones y quejas: está poseída  por el deseo, y el fuego que enciende para quemar a su amante es el fuego en que ella misma se quema. Rencor y amor, todo junto: Delfis la desfloró y la abandonó, pero ella no puede vivir sin ese hombre deseado y aborrecido. Es la primera vez que en la literatura aparece –y descrito con tal violencia y energía- uno de los grandes misterios humanos: la mezcla inextricable de odio y amor, despecho y deseo. El furor amoroso de Simetha parece inspirado por Pan, el dios sexual de pezuñas de macho cabrío, cuya carrera hace temblar al bosque y cuyo hálito sacude los follajes y provoca el delirio de las hembras. Sexualidad pura. Pero  una vez cumplido el rito, Simetha se calma como, bajo la influencia de la luna, se calma el oleaje y se aquieta el viento en la arboleda. Entonces se confía a Selene como a una madre. Su historia es simple… Pasan días y días de fiebre e insomnio. Simetha consulta con magos y brujas, como ahora consultamos a los psiquiatras y, como nosotros, sin resultado alguno. Sufre

                                            …la dolencia
                                             de amor, que no se cura
                                             sino con la presencia y la figura.


[*] Fragmento del libro La llama doble (Amor y erotismo) de Octavio Paz. Ed. Galaxia Gutenberg, Barcelona 1997.

http://www.elpsicoanalitico.com.ar

1/2/16

Recordando a Wislawa Szymborska
                                             

Kornik, Oeste de Polonia (1923-2012). La poeta y crítica literaria Wislawa Szymborska, falleció a los 88 años  en Cracovia. Le fue otorgado el Premio Nobel de literatura 1996. Es considerada como una de las voces más originales de la poesía contemporánea de su país. Desde 1931 residió en Cracovia, lugar al que siempre ha estado ligada. Su primer libro: Busco la palabra (1945), obtuvo una secreta acogida, pero fue a partir de 1952, con la aparición de: Por eso vivimos, que comenzó a alcanzar gran reconocimiento en el universo de la poesía. Le siguieron luego: Preguntas planteadas a una misma (1954), Llamada a Yeti (1957), Sal (1962), Cien consuelos (1967), Gran número (1976), Gente en el puente (1986) y Fin y principio (1993), obras todas ellas en las que sobresale un profundo rechazo a los horrores de la ocupación nazi en Polonia.


POSIBILIDADES
Por Wislawa Szymborska

Prefiero el cine.
Prefiero los gatos.
Prefiero los robles a orillas del Warta.
Prefiero a Dickens antes que a Dostoievski.
Prefiero que me agrade la gente
a amar a la humanidad.
Prefiero tener a la mano hilo y aguja.
Prefiero no afirmar
que la razón es la culpable de todo.
Prefiero las excepciones.
Prefiero salir más temprano.
Prefiero hablar de otra cosa con los médicos.
Prefiero las viejas ilustraciones a rayas.
Prefiero lo ridículo de escribir poemas
a lo ridículo de no escribirlos.
Prefiero en el amor los aniversarios no exactos
que se celebran todos los días.
Prefiero a los moralistas
que no me prometen nada.
Prefiero la bondad astuta que la demasiado crédula.
Prefiero la tierra vestida de civil.
Prefiero los países conquistados a los conquistadores.
Prefiero tener reservas.
Prefiero el infierno del caos al infierno del orden.
Prefiero los cuentos de los hermanos Grimm
a las primeras planas del periódico.
Prefiero las hojas sin flores a la flor sin hojas.
Prefiero los perros con la cola sin cortar.
Prefiero los ojos claros porque los tengo oscuros.
Prefiero los cajones.
Prefiero muchas cosas que aquí no he mencionado
a muchas otras tampoco mencionadas.
Prefiero el cero solo
al que hace fila en una cifra.
Prefiero el tiempo de los insectos al estelar.
Prefiero tocar madera.
Prefiero no preguntar cuánto me queda y cuándo.
Prefiero tomar en cuenta la posibilidad
de que el ser tiene su razón.

Adaptación nota de
Con-fabulación Nº 408 - Colombia