28/3/14

Hotel La Fonda



por Arístides Vega Chapú,
(Santa Clara, Cuba)


Parecería levantado con la arena del río Bravo
o una simulación de cenizas de un fuego muy antiguo
apagado por sí solo.
El hotel La Fonda, en Taos,
semeja esa forma que adquiere la arena amasada por
un niño
que por su edad no supone pueda su obra despeñarse
en cualquier momento.
Instante para amasar de nuevo la arena y volverlo a intentar,
tantas veces como el sol le permita.
Lo sucedido de este lado está por contarse
mientras el imperceptible viento levanta con sutileza
un polvo arenoso que se restriega con fruición
contra las paredes del hotel y contra mis ojos.
Nadie duda han sido levantadas con arenas de un río
cuyo nombre se asocia a sucesivas crucifixiones.
Nadie me dijo lo que  pareció obvio.
A pesar de que la arena sigue compacta
como si el edificio hubiese sido sembrado en la aridez
de una tierra en la que se sostienen algunos arbusto.
Protegido quizás por los cerros distantes,
ocultos tras nubes muy bajas,
extendidos con aparente ingravidez hasta donde la vista alcanza.
Pese al calor no se deshacen de la nieve,
caída meses atrás, cuando todos abandonaron sus casas
para dar fe de su bonanza y traer sobre sus hombros
los animales desvanecidos,  ya sin sangre,
con el tufo de las resinas de los legendarios árboles
crecidos a esa distancia del cielo.
Siempre he visto la nieve desde muy lejos,
en lo más alto de los cerros a los que no he podido llegar.
Nunca caer sobre mí, como ha sido mi deseo.
Los cazadores llegan de sitios distantes y ocupan cualquier lugar,
sin que nadie precise saludarse.
Sin levantar la vista
como si no existiese nada posible de identificar
entre ellos y el cielo donde Dios suele ocultarse.
Alguien pregunta por la reserva india
y con parquedad se le hace saber
que hoy no admiten la entrada de turistas.
Celebran una fecha sagrada, esgrime como rotundo argumento,
palabras que muy pronto pierden su sonido
en tan desolado paisaje.
En las noches frías de Taos sólo se escucha el aullido de los lobos.
Pelambre gris, ojos blancos y una expresión de tristeza
de la que me he compadecido.
Algunos han sido domesticados y se muestran junto a sus amos
sujetos del arreo,
con el que han doblegado su ancestral fiereza.
Alzo la lámpara y lo que escasamente queda expuesto parpadea,
como si todo fuese efímero y nada estuviese
al alcance de mi mano.
Como si Taos fuese otra de mis invenciones.


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