por Reynaldo García Blanco
El acto escritural se agota. Convencidos ya de que
los discursos que hoy se acumulan acaban por matar la inspiración, a los que
ofician con las palabras no les queda más remedio que buscar otros cotos para la
creación. Como un guerrero que busca su propio despojo en el campo de batalla
donde ha perdido uno de sus combates, el poeta ha de levantarse como Lázaro y
caminar por un sendero que ha de tener tantos tropiezos como los de sus
progenitores.
Como esas papeleras de reciclaje que terminan por colapsar, la poesía asiste a
estertores y pataleos solamente existentes en aquellos días de crisis por
guerras mundiales. Aunque los tiempos no han cambiado mucho, las dificultades
han llegado por diferentes vías que nos llevan a la percepción de lo que
pudiera llamarse géneros híbridos.
Los menos apocalípticos van a Francis Ponge: El amor a las palabras es de
alguna manera necesario entonces para el goce de las cosas. En el otro extremo
hacen barricadas los que apuestan por el braille, por el eterno vacío
pascaliano, por la vasectomía gramatical. Ha de volver el péndulo que todo lo
arrastra y la poesía tribuna, la poesía pancarta, la poesía gutural de garrote
y sentencia, brote sola y con esplendor.
Hace muy poco en uno de esos espacios de dialogar de la nada y de lo profundo
escuchaba este cuento Zen: Na-in, un maestro japonés de la era Meiji
(1868-1912), recibió cierto día la visita de un erudito, profesor en la Universidad, que venía
a informarse acerca del Zen. Na-in sirvió el té. Colmó hasta el borde la taza
de su huésped, y entonces en vez de detenerse, siguió vertiendo té sobre ella
con toda naturalidad. El erudito contemplaba absorto la escena hasta que al fin
no pudo contenerse más: “Está llena hasta los topes. No siga, por favor”.
Como esta taza —dijo entonces Na-in, está tú, lleno de tus propias opiniones y
especulaciones. ¿Cómo podría enseñarte lo que es el Zen a menos que vacíes
primero la taza?
Historia que me parece muy ilustrativa para los efectos poéticos de hoy. La
palabra arrasada por ella misma se agolpa en los predios del poema. La
espiración, los espacios en blanco, el silencio, la topografía (y no
tipografía) sino el terreno movedizo en que se mueve el texto... todos ellos
piden una presencia, sea verbal, sea mental, sea fisiológica. Oportunidad única
para que el poema sea cuerpo, sea animal crucificado o simplemente un algo que
respira, jadea, tiene orgasmo y fertiliza en algunas ocasiones.
El acto
escritural se agota y hay que explorar todos los soportes posibles para que el
poema entable el canto o lo que nos rodea, a esos gestos, frases, acciones
cotidianas que encierran en sí misma el poema que vendrá. Esa fecha, como el
futuro, puede durar mucho tiempo. Pero vale la advertencia: El acto escritural
se agota. Salvarlo puede ser una buena idea. Dejar que se destruya puede ser
una manera de resurrección.
-Del boletín “Ideas”, publicación del Centro de Promoción Literaria
"José Soler Puig", Santiago de Cuba. II época, Nº 74.
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